Alfonso Reyes comenzó su peculiar y personal Oración marcando, desde el título y las
primeras líneas, una fecha tácita: el
día que daba inicio a su escritura se
cumplían diecisiete años de la muerte del padre. La efeméride detonaba la
redacción, sin embargo la gestación venía de mucho antes: desde el sonido de la
metralla que terminó con la vida del general Bernardo Reyes el domingo nueve de
febrero de 1913. La violenta muerte del general, ocurrida a las puertas del
Palacio Nacional, desencadenó la llamada “Decena trágica”: esos diez días que marcaron el fin de la
presidencia de Francisco Madero y el inicio de la dictadura de Victoriano
Huerta. Esos son los datos duros, los hechos registrados por la prensa y los
historiadores. En una primera lectura, y con los antecedentes que acabo de
mencionar, la atención parecería ir hacia atrás, retrocediendo en el tiempo. Pero
no es así, o no lo es completamente. La Oración
del 9 de febrero indaga en el
universo de la subjetividad, tantea
lo que hubiera podido pasar, y cuenta lo que, en cierta medida, no pasó,
pero igual pasó tras ese trauma crucial en la vida de Alfonso Reyes y del
México moderno. Tras la muerte del padre,
el camino se bifurcó para el hijo, quien decidió tomar el sendero de la
vocación literaria y sellar su destino. Eso lo sabemos bien. Pero al comenzar a escribir su Oración, en Buenos Aires, esa mañana de febrero, en pleno verano
austral, Reyes recorrió simbólicamente
el otro camino, el clausurado. Sería un ejercicio peligroso y lleno de dolor:
“Es difícil bajar a la zona más temblorosa de nuestros pudores y respetos.”
¿Qué le pasaba a Reyes en ese momento? Era el
año de 1930, el escritor se encontraba,
como recién apunté, en Buenos Aires,
cumpliendo con sus últimas funciones
como embajador, antes de dejar el cargo y trasladarse a Río de Janeiro para
asumir la representación mexicana en Brasil. En México, no hacía mucho había
tomado posesión como presidente Pascual Ortiz Rubio (por cierto, el mismo día que asumió el cargo
fue objeto de un atentado por parte de un seguidor de José Vasconcelos). Estamos en plena consolidación del periodo conocido como el
Maximato, esto es, la prolongación
del poder presidencial de Plutarco Elías Calles a través de políticos vicarios,
como el propio Ortiz Rubio. Tras dos
décadas de procesos revolucionarios, el país no se había estabilizado todavía.
La muerte del padre representaba, simbólicamente, un acontecimiento histórico
presente, un hecho que la historiografía oficial quería dejar atrás y condenar
al olvido.
Por su parte, Reyes precisaba cerrar
el duelo y entrar en una fase de aceptación, necesitaba elaborar narrativamente la pérdida y
confrontarla con su propia condición de sujeto. Evocar al padre implicaba
también cuestionarse como hijo. ¿En qué medida era él la prolongación del
padre? ¿Y en qué medida no lo era? La
escritura, que es en sí una forma de ordenar el tiempo y de darle
sentido al pasado, sería la vía para procesar el duelo. Al igual que Kafka en la
estremecedora “Carta al Padre”, Reyes recurría a la escritura para conjurar las
distancias, para tratar de abrir nuevos canales de comunicación. Pero sobre
todo, ambos, el escritor checo y el escritor regiomontano, tenían como destinatario final a ellos
mismos. Los padres, uno muerto y el otro indiferente ante la vocación del hijo,
jamás se darían por enterados.
Alfonso Reyes redactó la Oración entre febrero y agosto de ese
año. Partió de la fecha de la muerte y terminó el día del cumpleaños del
general. Recorrió el camino inverso: de
la muerte a la vida, del olvido a la memoria. La oración como género de escritura, como obra
de elocuencia y persuasión, está cercana
a la plegaria: busca la conmoción de la audiencia; pero la oración alfonsina no
es una alabanza al padre ni tampoco la defensa desaforada de sus acciones, o no
completamente: es, sobre todo, una
interpretación de la ausencia, un conjuro contra el dolor. Una lectura que
confronta y complementa las diferencias entre el padre y el hijo. Hace tiempo,
en un ensayo sobre la amistad literaria entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez
Ureña, trabajé brevemente este aspecto. Entonces me interesaba destacar que,
dentro de las amplias funciones que se crean dentro de una amistad de esa
naturaleza, Henríquez Ureña jamás cumplió, como afirmaban algunos, el rol simbólico
de padre de Alfonso Reyes. No. La figura paterna opera en la escritura
alfonsina como oposición y como proyección. Bernardo Reyes es la figura de otro
tiempo, o mejor, de otra temporalidad, representa un género literario superado:
el romanticismo literario hispanoamericano. El hijo lo describía así: “Él vivía
en Monterrey, ciudad de provincia. Yo vivía en México, la capital. Él me
llevaba más de cuarenta años, y se había formado en el romanticismo tardío de
nuestra América. Él era soldado y gobernante. Yo iba para literato.”
La Oración del 9 de febrero es
un ensayo que cubre, al mismo tiempo y con gran maestría, varios registros: el
biográfico, por supuesto, pero también el histórico y el literario. Además de
que compone una tópica personal: la geografía de la formación literaria de
Alfonso Reyes. En esa cartografía letrada, un espacio concentra toda la carga
simbólica: Monterrey. Reyes elaboró una poderosa condensación que terminó por
fusionar al padre con el suelo nativo. El legado político y material del
general fue leído como un texto escrito sobre la superficie del territorio
regiomontano. Si la historia nacional
reciente era dolorosa, tan dolorosa para él que lo obligaría a guardar su Oración durante el resto de sus días
sobre la tierra, Monterrey, en contraste, representaba lo “definitivo”, al
menos esa era la lectura que el autor de Visión
de Anáhuac hacía desde la doble distancia: temporal y espacial.
La dimensión histórica parte del
hecho desgarrador, a saber, que el padre no
supo leer su propia circunstancia, no se enteró que su tiempo y su género
literario ya habían pasado. Reyes
interpretó este acontecimiento como un acto de consecuencia, como un amanera de
hacer vida (o muerte) de las palabras: “Entonces entendí que él había vivido
las palabras, que había ejercido su poesía con la vida, que era todo él como un
poema en movimiento, un poema romántico de que hubiera sido a la vez autor y
actor. Nunca vi otro caso de mayor frecuentación, de mayor penetración entre la
poesía y la vida.” Con este desplazamiento la Oración ingresa el reino de la dimensión literaria, y con ella
logra una justificación de los actos. La
distancia en el plano de los discursos (de cualquiera índole) y el heterogéneo ámbito de la realidad suele
ser en América Latina muy grande, y quien lleva sus lecturas a lo
cotidiano suele ser juzgado como un
loco, como un Quijote. Reyes, en su lectura sobre el padre, cambió al político por
el personaje, pero no ocultó las acciones del hombre público, sólo las colocó
en una perspectiva más amplia, más allá de lo contingente o lo inmediato.
Bernardo Reyes pertenecía, desde
esta mirada, a la generación que podríamos llamar como la de los liberales
literarios. La elite ilustrada que,
desde la mitad del siglo XIX, proyectó en la escritura la imagen de los
modernos estados-nacionales que habrían de consolidar a los nuevos países
hispanoamericanos, con la salvedad de que el general Reyes literalmente peleó
por esa apuesta y, de hecho, la llevó a cabo en ese lugar
definitivo para Reyes que era el suelo nativo: “Naturalmente, él se tenía por
hombre de acción, porque aquello de sólo dedicarse a soñar se le figuraba una
forma abominable del egoísmo.” El padre
no comprendía la distancia entre la ficción y la realidad, entre la historia y
la subjetividad (¡todos los actos eran públicos!): “no veía la diferencia entre
la imaginación y el acto”, rememoraba el vástago diecisiete años después de la
tragedia.
De manera súbita, la Oración comienza a formular tácitamente
una serie de preguntas: ¿qué hubiera pasado si el general Reyes hubiese
triunfado en su intentona de golpe militar, si hubiera llegado a la
presidencia? Es probable, y así lo
sospechaba Reyes, que el desenlace no hubiera sido muy distinto del
acontecimiento real, porque, como bien había apuntado, su tiempo histórico ya
había pasado. Pero esa no es la pregunta principal, con el poder de la
evocación y de la recreación literaria, Reyes iba más atrás en el tiempo y
exploraba otro universo de posibilidades. ¿Qué hubiera sucedido si Bernardo Reyes
hubiese llegado a la presidencia en el momento justo, en el cénit de su carrera
política? Otro sería el destino del país, sugería el hijo escritor y presentaba como argumento irrefutable el legado concreto:
el suelo nativo. Ahí estaban la vitalidad
y el crecimiento de Monterrey, el desarrollo de todo el estado de Nuevo León. La fuerza vigorosa de la ciudad natal era la proyección a escala de lo que hubiera
sucedido si los hados de la Historia se hubiesen comportado de manera
diferente. Esos territorios de la especulación, donde los verbos se conjugan en
subjuntivo, pertenecen al terreno de la dimensión literaria, y el ensayista lo
sabía muy bien. La pérdida física del progenitor es irreparable; la
construcción discursiva de la figura paterna sí es posible. Al recrear al padre Reyes se completaba a sí mismo
como sujeto: “Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio”, confiesa al
hablar de los procesos particulares de su duelo. A través de la imaginación
creadora, el padre se convirtió en interlocutor del hijo: “Aprendí a
preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo. Poco a poco,
tímidamente, lo enseñé a aceptar mis objeciones…” Compenetración a través de la
evocación. Parte de esto proceso tenía que ver con el espacio que representaba
el padre. Monterrey se convirtió en la zona segura dentro de una era incierta.
Una cápsula fuera del mapa y del calendario.
Porque él, el vástago, estaba en el
devenir del tiempo. Él se quedó y tuvo que hacer de la desgracia el parto
crucial de su definición como individuo. Apenas abatido el general surgió la
disyuntiva: ¿qué hacer? ¿Ser la proyección del padre o ser él mismo? La
decisión, como sabemos, fue radical: “Lo ignoré todo, huí de los que se decían
testigos presenciales, e impuse silencia a los que querían pronunciar delante
de mí el nombre del que hizo fuego.” De manera literal, se arrancó de sí la sed
de venganza y ambición.
Irse, dejar atrás el presente
incierto y el país ensangrentado: ambos quedarían para él clausurados por mucho
tiempo. Alfonso Reyes se exilió, se marchó físicamente de México; pero regresó,
de manera literaria, a la casa familiar en Monterrey. Desde los días de
estudiante en la ciudad de México, había comenzado la elaboración de esta
simbólica zona de resguardo. En los momentos difíciles, de cualquiera índole,
se decía: “Consuélate. Acuérdate que, después de todo, allá en Monterrey, te
queda algo sólido y definitivo: Tu casa, tu familia, tu padre.” Y, como él
mismo confesó más adelante, no eran, en sí, ni el espacio real ni la persona física del padre quienes
provocaban su calma, sino la elaboración imaginaria que hacía de ambos. El
dolor ante la pérdida tenía más que ver, en sus palabras, con el cruel designio
de la fortuna histórica. “No lloro por la falta de su compañía terrestre,
porque yo me la he sustituido con un sortilegio o si preferís, con un milagro.
Lloro por la injusticia con que se anuló a sí propia aquella noble vida; sufro
porque presiento, al considerar la historia de mi padre, una oscura
equivocación en la relojería moral de nuestro mundo…”
Para contrarrestar ese tenebroso decreto
del destino, Reyes elaboró su oración y recurrió por igual a los vastos campos
de la historia como a los inciertos terrenos de la literatura. Y el punto de cruce
entre estos dos espacios fue la biografía, la vida, narrada por el hijo-biógrafo,
del padre. Un relato que iba de lo biológico a lo político, de lo corporal a lo
ideológico. A través del recuerdo del cuerpo , de las heridas que sufrió a lo
largo de su carrera militar, de las sucesivas firmas que tuvo que elaborar, a
través, digo, de todos estos elementos, en apariencia nimios, el hijo regresaba,
volvía a ingresar, como solía hacerlo en las vacaciones escolares, en el ámbito
de la biblioteca paterna. Sus ojos se asombraban ahora (era la mirada de un
adulto, de alguien que ahora podría ser contemporáneo del padre) de los títulos
y las lecturas que éstos suguerían: Espronceda, Heredia, Othón (de quien era
amigo), la Historia de la humanidad,
de Cesare Cantú, y ¡los Cantos de vida y
esperanza! Darío: el general leía a Darío: un autor consagrado por su
propia generación y el modelo más emblemático de la modernidad literaria
hispanoamericana. Entrar a la biblioteca
significaba dejar afuera, por un instante, la contingencia histórica. Alfonso
Reyes no deseaba caer en la simple
apología y resaltar la labor material del otrora gobernador del estado de Nuevo
León, aunque de paso señalaba que eso “Todos lo saben, y los que lo niegan
saben que se engañan.”
No deseaba tampoco hablar de lo
evidente: que la historia oficial, a través de los malos oficios de la
politiquería, se había empeñado en
silenciar este capítulo de la vida moderna mexicana, aunque toda la Oración se dirige en ese camino. Pero
por ahora eso no era lo importante. No. Para él, la casa y la biblioteca, con
sus inquilinos, pertenecían ya a otro universo. Y es ese personaje entrañable,
el que se ha formado en la lectura de los clásicos hispanoamericanos del siglo
XIX y en los libros consagrados de la historia universal, el que vemos caer de
nueva cuenta, esta vez gracias a la
pluma del hijo, víctima de un destino caprichoso y no desprovisto de tintes de
tragedia clásica. La narración de la
rendición del general en Linares y la descripción de los últimos momentos de su
vida son un magno esfuerzo por corregir y humanizar la historia oficial del
México moderno. El viacrucis de un político de otro tiempo.
Reyes finalizó la Oración evocando una elocuente imagen
tomada de los Cuadros de viaje, de
Henrich Heine: la espiga solitaria que ha escapado a la acción aniquiladora del
segador. El cuerpo fue segado por la
desquiciante circunstancia política, pero la imagen perdurará a través de la
escritura del vástago. El punto final conmemora la fecha de nacimiento: y el
texto es también una forma de parto. Podríamos,
de hecho, verlo así: la Oración del 9 de febrero como una
corrección a la historia oficial, el capítulo que faltaba a la gestación del
México actual; y también mirarla de este otro modo: la Oración como un texto heterodoxo de la narrativa sobre la
Revolución Mexicana. En las dos lecturas el proceso es similar: contrarrestar
con el factor trascendental de lo local, de lo personal, el peso y el artificio
de la nacional u oficial. Es un escrito de naturaleza herética que contradice
la verticalidad de la cultura oficial mexicana, y a su manera afirma que no hay
una sola manera de ser mexicano, o de ser escritor. Confirma igualmente que la
memoria debe formar parte de la historia, y que la ficción es parte de la
biografía y de la autobiografía.
La Oración del 9 de febrero es, junto con la “Respuesta a sor Filotea
de la Cruz”, de Sor Juana Inés de la Cruz y las Memorias, de fray Servando Teresa de Mier, una obra de índole única
en la literatura mexicana: un sol negro con su propia órbita. Su genealogía
proviene Jorge Manrique (tal vez más allá, desde el Cid), pero también parte de Kafka y se proyecta en Jaime Sabines, y
en Philip Roth. Es una tradición marcada
por el anhelo que alguna vez expresó Elías Canetti: escribir para vencer a la
muerte, es también una batalla pérdida. Por eso se lleva a cabo con todos los sentidos.
La escritura ha hecho las veces de
duelo. Aceptar la muerte del padre, ha
implicado para él aceptar su propia mortalidad. Reyes comenzó su Oración del 9 de febrero implorando el significado trascendental de
un fecha y la terminó recitando mentalmente
esta frase de Heine para sobreponerse al irremediable arribo de la
partida definitiva: “Pero al fin llegará el día, y se extinguirá el fuego en
mis venas, el invierno habitará en mi pecho, sus blancos copos revolotearan acá
y allá en torno a mi cabellera, y sus nieblas velarán mis ojos. Descansarán mis
amigos en sus tumbas, ya cubiertas de verdura; yo solo sobreviviré como espiga
solitaria olvidada por el segador…”