miércoles, mayo 13, 2015

La crítica como arte, Nadie me dijo que habría días como estos de Víctor Barrera Enderle

Por Rafael Zamudio

En estos tiempos la tarea de encontrar libros que no estén mediados por la Tiranía de la Cultura Pop (la publicidad y las agendas capitalistas, por decirlo de algún modo) no es tarea fácil. Con esto no quiero decir que los libros publicados bajo esos rubros sean malos en sí mismos, sino que para quien tiene intereses distintos puede resultar cansada cualquier expedición a la librería. En mis últimas incursiones de este tipo me ha sucedido. Por suerte, casi siempre al final, después de dos o tres horas de hurgar entre lo que no me mueve un pelo, aparecen una o dos joyas en el lodazal. La mayoría, claro, cosas con las que sé que «no hay pierde», publicadas hace más de cien años (o cincuenta mínimo). Pero de vez en cuando hay un libro recién publicado, escrito hace relativamente poco, con las últimas correcciones a flor de papel.
Hay sellos editoriales cuya calidad, tanto en elección de sus textos como producción, hacen que les dirija la atención en cuanto veo sus libros por ahí. Editoriales que no se rigen (o casi nunca) por las tendencias ni los nombres, sino que promueven ese amor por la literatura como arte que muchas veces desaparece casi por completo en las librerías. Algunas son completamente independientes, otras no tanto, algunas son pequeñas y otras no. Algunas, como An.Alfa.Beta, hacen sus libros a mano y seleccionan sus textos con la misma meticulosidad con la que imprimen. Son libros en los que sé que encontraré algo que resonará en mí, que puede levantar preguntas, que puede hacer que me den ganas de escribir.
Leer Nadie me dijo que habría días como estos (An.Alfa.Beta, 2015) de Víctor Barrera Enderle fue tan refrescante como un buen litro de agua con hielo en un día de canícula en Monterrey. Igual que el agua, una vez que terminó el libro y pasaron unos momentos deseé volver en el tiempo al momento en el que lo bebía. Por suerte ya no vivo en California y puedo darme el lujo de servirme más agua con más hielo, pienso, previendo una relectura del libro en días cercanos, tal vez con más calma, con la sed saciada, sólo por el mero placer de hacerlo.
El libro, divido en seis secciones, ensaya a través de muchos temas (desde la crítica musical, la crónica de viajes y el diario) sobre el arte de ser crítico, tanto en el sentido de «oficio» como en el de visión. Es en la quinta parte, un diálogo entre Ernesto y Gilberto, una especie de relectura de El Crítico como Artista de Óscar Wilde, donde Barrera Enderle continua la idea de Wilde de que el crítico deba ser un ente aparte del artista o, mejor dicho, que la crítica es independiente de la llamada «literatura» pues en realidad no la necesita (ni al arte, en todo caso) para existir. La crítica, en realidad, es la expresión máxima del arte y para poder crear —no mimetizar (como diría Sócrates)— es necesario absorber antes, leer, reinterpretar, desarticular. El crítico, dice Barerra Enderle, es quien cuestiona al poder y crea en esa contraposición: Shakespeare, Víctor Hugo.
Una vez terminada la lectura de esta parte me di cuenta, en retrospectiva, que era lo que se suele llamar la «médula ideológica» del libro. Y en esto descansa mucha parte de la cualidad refrescante de la pieza, pues aunque sea un tema en debate por más de un siglo no es un diálogo que haya concluido todavía entre los círculos del arte y la crítica, tan estrechos y a la vez tan repelentes entre sí por quienes asumen un solo rol (o fingen asumirlos). La lucidez, la claridad, en todo momento guiadas por las cualidades musicales de Barrera Enderle como prosista, me sedujeron: decidí que no quiero ser más un escritor, un artista, sino que quiero ser crítico.
Hacen falta más libros como este, en los que se cuestione a la vez que se crea, en los que la escritura fluya con la confidencia de un diario meticuloso, en los que se observe y describa más no se prescriba. En ningún momento de Nadie me dijo que habría días como estos su autor pretende ningún tipo de censura, ningún tipo de «cómo debería ser». En lugar de eso las cosas son, la escritura es, mientras que la posibilidad de transformación de la literatura crítica se mantiene abierta. Ante un libro tan agradable (y eso no significa que no levante muchas preguntas, muchas dudas respecto al estado de las cosas, sino todo lo contrario) no se puede decir mucho más sin caer en la redundancia de los elogios. Sólo se puede recomendar su lectura y esperar que de ella surjan más diálogos, más ensayos, más preguntas, más crítica.
Publicado en la revista Posdata (7 de mayo de 2015)

viernes, agosto 01, 2014

La reinvención de Ariel: reflexiones neoarielistas sobre posmodernidad y humanismo en América Latina, de Víctor Barrera Enderle


Por Clara Parra
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

cparratriana@hotmail.com

 
El libro que aquí presento nos instala en una de las preguntas fundamentales para el actual desarrollo de la historia intelectual latinoamericana: ¿es posible regresar al concepto y práctica del humanismo en pleno siglo XXI? Y esta no es una pregunta retórica si pensamos en las problemáticas actuales que rodean y afectan directamente al oficio de la crítica (no solo literaria y del arte) en el así llamado Tercer Mundo. Ya Víctor Barrera Enderle, autor de este libro, nos había compartido sus reflexiones en torno al lugar relevante que han ocupado nuestros intelectuales críticos en la configuración de nuestra conciencia histórica y cómo estos contribuyeron –en la madurez del siglo XIX hispanoamericano– a afianzar posturas de respuesta y proposición. Me refiero al ensayo titulado Lectores insurgentes, la formación de la crítica literaria hispanoamericana (1830-1870) y que fue el ganador del Premio Casa de las Américas (2013) en la modalidad ensayo (Víctor Barrera Enderle, La formación de la crítica literaria hispanoamericana (1830-1870), México, JUS, 2010).
La reinvención de Ariel está compuesto por cinco ensayos que son, a su vez, capítulos autónomos –con cuestionamientos propios que expondré más adelante– y un ensayo que prologa (presenta y justifica) la razón de ser del volumen. Si bien su lectura se puede realizar obviando el estricto orden de la disposición de la obra, estos ensayos guardan una coherencia y continuidad intrínsecas que los hacen un cuerpo articulado en torno a un concepto central actual: el neoarielismo. Este concepto es no solo retomado por el ensayista mexicano sino que también complementado en su necesidad de establecer una propuesta epistemológica humanista para el siglo XXI. Barrera Enderle nos recuerda en el prólogo del texto que el ensayista y crítico chileno Grínor Rojo ya se había servido de este neologismo al releer a José Enrique Rodó, en particular la lección humanista subyacente en Ariel, relacionada particularmente con la crítica al tecnocratismo (y al tecnocentrismo), la reivindicación del humanismo y el respeto y vocería del intelectual contemporáneo (Grínor Rojo, Las armas de las letras. Ensayos neoarielistas, Santiago, LOM ediciones, 2008). El neoarielismo de Barrera Enderle, al igual que el de su predecesor inmediato –Rojo–, se instala en el humanismo crítico que, a partir de la forma ensayística, comunica sus inquietudes y cuestionamientos tanto del conocimiento como de las maneras de comprenderlo. Este neoarielismo hace eco de la tradición ensayística hispanoamericana y la continúa, pues enriquece en su expresión crítica por su afán dialógico. La posición epistémica del neoarielismo, el que se encuentra en La reinvención de Ariel, asume una postura crítica frente al neocolonialismo político y cultural, al mismo tiempo que propone que el intelectual de nuestros tiempos sea un sujeto de acción y pensamiento, lo suficientemente lúcido para reflexionar y lo suficientemente comprometido para no caer en las redes del poder. De acá podemos evidenciar –desde los enunciados de Barrera Enderle– que hay una lectura atenta y dialogante tanto del pensamiento de Edward Said, como el de Antonio Gramsci en relación con la figura del intelectual contemporáneo. El primer capítulo, titulado “El hombre de Occidente creó a la modernidad y la modernidad engendró al sujeto moderno (y el sujeto moderno se aniquiló a sí mismo)”, está dedicado a una reflexión general sobre las problemáticas que el sujeto moderno ha enfrentado en su “doble paradoja”: la de su creencia en la infinitud de la escritura y su certeza de la finitud de la vida. La idea de progreso de la modernidad favorece la idea del perfeccionamiento humano, pero al mismo tiempo alberga la idea de aniquilamiento de sus posibilidades, pues frente a la autoridad que había adquirido la letra se opone la preponderancia del lenguaje, la cual elimina la concreción para dar paso a la abstracción (giro lingüístico). Con ello –nos dice Barrera Enderle–, el sujeto crítico inicia su proceso de autoeliminación, llevando consigo sus logros. En Hispanoamérica, un grupo selecto de creadores y críticos, convertidos en intelectuales por su acción discursiva crítica, se resistió a ese proceso de autoaniquilamiento: los modernistas. De este modo, entramos en el segundo capítulo dedicado al sujeto crítico del modernismo hispanoamericano, cuyos ejemplos centrales son José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Rubén Darío y José Enrique Rodó. Lejos de dedicar el ensayo a un estudio detallado de cada uno de ellos, Barrera Enderle enfoca su interés en la idea de autonomía literaria, la cual es una de nuestras más acabadas manifestaciones de modernidad intelectual. El ensayista mexicano valora en estos “sujetos críticos” la superación del espacio individual creativo para posicionar a la crítica literaria como manifestación discursiva y como proyecto cultural supranacional.
En “Un inusual lector de La Tempestad. José Enrique Rodó y la elaboración de Ariel”, el ensayista mexicano reconoce el valor intrínseco que alberga el texto emblemático del crítico y esteta uruguayo, mediante el rastreo del proceso de escritura de Ariel en la obra y acción de Rodó. Dentro de los valores que reconoce Barrera Enderle al ensayo de Rodó se encuentran: el rechazo a la nordomanía y a la especialización, y la voluntad y el deseo (a manera de proyecto) de una educación popular como forma de lograr el tan anhelado progreso. El capítulo cuarto, podría decirse, es el capítulo medular del libro que aquí reseño. Titulado “El intelectual latinoamericano: de Ariel a Calibán y de Calibán al neoarielismo”, este ensayo expone la cadena interpretativa que ha generado el “derecho a la interpretación” ejercido por Rodó en su Ariel, el cual como todo buen clásico ha generado diversas lecturas generando nuevos modos de posicionamiento intelectual. A la lectura antiimperialista realizada por Roberto Fernández Retamar (en el contexto de la Revolución Cubana y del caso Padilla en particular), Barrera Enderle le reconoce su capacidad para reaccionar ideológicamente deconstruyendo los conceptos impuestos sobre nuestra cultura: civilización y barbarie. Pero el peso del capítulo –como lo señalé anteriormente– se encuentra en el afianzamiento del concepto de “neoarielismo”, el cual busca ser un modo de respuesta para la urgente elaboración de una historia del intelectual hispanoamericano, quien además de ser un sujeto social, es también un sujeto discursivo que ha contribuido en la construcción de nuestras sociedades. El ensayo que cierra el volumen, dedicado a la “reflexión neoarielista sobre posmodernidad y humanismo crítico”, apela a la comunidad intelectual contemporánea sobre el ser y el hacer del humanismo en pleno siglo XXI. Se encuentra en este capítulo una invitación a la autocrítica de los intelectuales, quienes tienen dentro de su común tarea la reinvención de su propio quehacer a nivel social y la configuración constante de nuevos instrumentales para enfrentar los problemas contemporáneos.
Para concluir, quisiera especificar lo que considero el mayor aporte y logro de este nuevo libro de Víctor Barrera Enderle. Para quienes en la actualidad se dedican al estudio del papel y configuración del intelectual en América Latina, esta obra nos da un ejemplo de lo que se puede comprender leyendo directa y críticamente las obras clásicas, así como su vigencia permanente. Barrera Enderle, al igual que Rodó, ejerce su derecho a interpretar y nos plantea que la única posibilidad de sobrevivencia será nuestra capacidad para ejercer la autocrítica discursiva e histórica, desde cualquier ángulo que nos exija comprometer nuestros propios esfuerzos en el esfuerzo de construcción de nuestras sociedades.
(Reseña publicada la revista Taller de Letras de la Universidad Católica de Chile, número 54, primer semestre de 2014) 

 

jueves, mayo 22, 2014

El banquete de la barbarie. A propósito de los 80 años del Fondo de Cultura Económica


 
Voy a comenzar dando un salto en la efeméride para aterrizar en lo que considero lo más destacado del acontecimiento que celebramos; es decir, quiero dejar de lado momentáneamente los datos duros, esos que nos dicen  que el Fondo de Cultura Económica nació como un fideicomiso representado por diversas instituciones públicas mexicanas, como el Banco Nacional Urbano, la Secretaría de Hacienda, el Banco de Crédito Agrícola, y otras del mismo tenor, el 3 de septiembre de 1934. De los documentos oficiales, sólo voy a apuntar que  en el estatuto III del contrato se especificaba que el fin de dicho fideicomiso consistía  en “publicar obras de economistas mexicanos y extranjeros y celebrar arreglos con editores y libreros para adquirir de ellos y vender obras sobre problemas económicos cuya difusión se considere útil.”  El último dato que mencionaré al vuelo trata sobre su primera  Junta de Gobierno, la cual quedó compuesta por Manuel Gómez Morín, Gonzalo Robles, Adolfo Prieto, Daniel Cosío Villegas, Eduardo Villaseñor y Emidgio Martínez Adame. Tales son los registros oficiales.

Ahora bien, una lectura más amplia nos llevaría a entender que la creación del Fondo de Cultura Económica fue, a pesar de las intervenciones oficiales y el sesgo político, un desafío al orbe editorial hispánico. Diría más: representó  la desestabilización  de la jerarquía libresca española. A pesar de lo que pudiera creerse, no fue tampoco un acto fortuito o meramente coyuntural, sino la culminación de un largo proyecto que venía gestándose desde la primera década del siglo XX.  En sus Memorias, publicadas en 1976,  Daniel Cosío Villegas, fundador, como recién observamos,  y primer presidente del FCE, confesó que el título de la editorial nació de manera fortuita: “Entonces, yo mismo cometí una serie de disparates traduciendo mal del inglés el nombre mismo de nuestra empresa, que se llamó Fondo de Cultura Económica, porque en inglés se hubiera llamado correctamente Trust Fund for Economic Learning…”

            El anhelo de poseer una editorial enfocada en libros especializados era antiguo: lo encontramos en los “diagnósticos  pesimistas” que, en la víspera del estallido de la Revolución, detonaron  los proyectos y reformas  culturales y educativas del Ateneo de la Juventud, la primera asociación cultural moderna en México.  Detrás de sus conferencias sobre temas griegos, de sus reflexiones sobre literatura moderna, de su rechazo a la instrucción positivista y de sus lecciones sobre crítica filosófica, yacía la queja fundamental: la pobre circulación de ideas y teorías impresas.  Cuatro de sus miembros serían agentes capitales de las reformas educativas en el México postrevolucionario y tendrían que ver directa o indirectamente con el FCE: José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y Antonio Caso.

            En su Historia de la casa. Fondo de Cultura Económica (1934-1996), Víctor Díaz Arciniega señala como el inicio de la “utopía editorialista” el Congreso Internacional de Estudiantes que se realizó  en México en 1921, cuando José Vasconcelos era el  rector de la Universidad (muy pronto sería el secretario de Educación Pública del gobierno de Álvaro Obregón). La Revolución, en su etapa más violenta,  había terminado y comenzaba ahora el período de “reconstrucción nacional”. El Congreso fue organizado por la Federación de Estudiantes de México, cuyo presidente era Cosío Villegas (contaba entonces 23 años de edad) y el secretario su compinche, Eduardo Villaseñor. En la lista de los asistentes destaca el joven argentino Arnaldo Orfila Reynal, quien llegaría a ser el segundo presidente del FCE. Concuerdo con Díaz Arciniega cuando menciona que el Congreso formó parte del gran renacimiento cultural y educativo que impulsó Vasconcelos, y cuyo fin consistía en crear y al mismo tiempo fortalecer la idea de una identidad nacional y latinoamericana, sustentada en el sueño de unión continental de Bolívar y en las propuestas ensayísticas sobre la condición especial de la región  elaboradas, desde distintas perspectivas, por  José Martí y José Enrique Rodó.

            Tanto Cosío Villegas como Villaseñor pertenecieron a la primera generación de intelectuales surgidos de la renovación educativa recién mencionada. Los dos fueron alumnos del filósofo Antonio Caso (quien los puso en contacto con las propuestas intelectuales del Ateneo de la Juventud) y colaboradores cercanos de Vasconcelos. Cosío, por ejemplo,  realizó la traducción de Las Eneadas de Plotino para la colección de clásicos universales  que, en grandes tirajes populares, el secretario de educación repartió por todo el país como parte de su campaña alfabetizadora. Ambos leyeron con devoción El tema de nuestro tiempo (1923), de José Ortega y Gasset, donde se postula la idea de generación como aspiración vital y forma de distinción. Y, finalmente, este dúo estudiantil presenció y tomó apuntes de las lecciones de largo y vasto aliento continental de Pedro Henríquez Ureña, quien había vuelto a México en 1921 para unirse al proyecto educativo vasconcelista.

            En su famoso ensayo de 1925, “La utopía de América”, Henríquez Ureña describe al que debería ser el nuevo hombre latinoamericano: un especialista en el mundo, pero también y principalmente: un experto  en su propia realidad. Para realizar tal faena, era necesario contar con publicaciones especializadas al alcance de todos, se precisaba poner en circulación, lo dijo más de una vez el intelectual dominicano, un canon propio, esto es,  un repertorio de obras y autores fundamentales para América Latina. Esas demandas fueron escuchadas y en un futuro cercano respondidas con varias de las colecciones editoriales del FCE.

            Conforme avanza la década, las necesidades materiales para completar las reformas modernizadoras se hacían más claras. Se precisaba la especialización y la profesionalización de los estudios humanísticos, incluidos los económicos. Esas urgencias contrastaban con las ambiciones de poder. Para 1929, la división entre las preocupaciones intelectuales y las políticas se hacía más evidente: las primeras buscaban consolidar las instituciones; las segundas: garantizar el poder a un solo grupo. Ese año, la Universidad Nacional de México logra su autonomía; pero también  José   Vasconcelos pierde, tras un fraude evidente, las elecciones presidenciales.

            En 1933, Cosío Villegas y Villaseñor, se reencuentran en México luego de pasar varias temporadas en el extranjero realizando estudios de especialización. Juntos fundan la revista El trimestre económico (antecedente directo del FCE). Un año después, la UNAM, con Gómez Morín como rector,  crea la Escuela Nacional de Economía. Todas las piezas estaban listas para la creación de la editorial. En un primer momento, Cosío Villegas, en un viaje a España, intentó establecer una alianza con la editorial Espasa Calpe con la intención de traducir y publicar obras relacionadas con temas de actualidad económica; pero Ortega y Gasset, consejero de la editorial, la rechazó rotundamente. Vuelvo a las Memorias de Cosío Villegas: “Ortega y Gasset pidió la palabra para oponerse, alegando como única razón  que el día en que los latinoamericanos tuvieran  que ver algo en la actividad  editorial de España, la cultura de España y la de todos los países de habla española ‘se volvería una cena de negros’.”

            Así, sin el tutelaje ni la “bendición” de las editoriales peninsulares, en un acto de “barbarie” y desafío,  nació el Fondo de Cultura Económica en un momento de efervescencia mundial y en un cambio de estafetas en el orden de la producción y distribución de conocimientos, que demandaría una mayor participación de América Latina, como bien lo apuntó en su momento Alfonso Reyes.  Desde entonces (y en crecimiento constante a lo largo de todo el continente), el FCE  ha tenido que sortear los virajes políticos de cada sexenio, las tentaciones de la institucionalización, el peligro de caer en la burocracia, todo ello en un lucha permanente por mantener las preocupaciones intelectuales y culturales a la par de la coyuntura histórica y política.  Hasta ahora ha salido avante…
 
Publicado en el suplemento La Panera, núm. 49

lunes, marzo 17, 2014

Octavio Paz, la poética como política y la política como poética

Han pasado ya varios años desde la muerte de Octavio Paz (1914-1998). Su presencia física se ha disipado entre esa nube de polvo que es la literatura mexicana actual. A cien años de su nacimiento, quedan devotos, herederos autoproclamados y enemigos. Pero, entre la apología desaforada y el denuesto automático, ¿cuánto espacio queda para la reflexión? Ese objeto cuidadosamente elaborado por él, esa imagen mítica  (histórica e histérica) que definía como México (otorgándole una esencia peculiar), hace mucho que dejó de existir. Los mitos resultaron inciertos y el peso de la historia cayó sin miramientos. El mundo literario en el cual reinó tampoco pervive: permanecen algunas resonancias, inercias y ciertas conductas afectadas. Hoy, Octavio Paz es sólo su obra y ese es un gran beneficio.
            Paz asumió la mayoría de edad en el ambiente todavía infantilizado de letras mexicanas, fue un gesto desafiante y riesgoso. Apostó y ganó. Gran lector de su tiempo, supo mirar el bosque y las hojas. Entendió el devenir de las letras mexicanas  (e hispanoamericanas) y el momento peculiar que experimentaba la literatura occidental. Supo establecer las debidas correspondencias entre esos dos procesos. Esclareció las dinámicas de las vanguardias y rescató lo rescatable de cada una de ellas: tal vez lo principal fue la actitud ante la tradición: el gesto de ruptura, que le venía de maravilla a un escritor latinoamericano que intentaba ingresar en el canon sin pedirle permiso a nadie. 
            El comienzo de su formación como escritor, en la década de los años treinta, se dio bajo la estela de las reformas culturales emanadas de la Revolución Mexicana. Fue “discípulo” de los “Contemporáneos”: el “grupo sin grupo” que buscó con ansias, a finales de los años veinte y principios de los treinta,  la modernización de la literatura mexicana, y que, a través de las conductas públicas y estéticas de varios de sus miembros, como Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, representó una forma de heterodoxia ética  ante las imposiciones del poder a los intelectuales. Y lector agudo de Alfonso Reyes y su larga reflexión sobre el fenómeno poético. Paz supo interpretar muy bien las contradicciones de los anhelos de modernidad en el México postrevolucionario. En contraparte, Occidente se desgastaba en la segunda guerra mundial, y los totalitarismos mostraban sus garras. Ante tal panorama, no quedaba sino la inmersión en el universo de la escritura, y desde ahí tratar de confeccionar una nueva ética: “En México los que teníamos veinticinco años en 1940 oponíamos mentalmente las figuras de nuestros poetas a la de los tiranos…”
            Dentro del ámbito occidental, es el surrealismo el movimiento que deja mayor huella en el joven Octavio. A diferencia de otras vanguardias, que se basaban en una “ortodoxia creativa”, es decir en un reglamento previo, generalmente expuesto en los manifiestos, el surrealismo  partía de un principio sencillo y radical: la principal fuente para la escritura radica en el propio inconsciente. Esta aseveración se vuelve revolucionaria para Paz, pues le permite sacarse de encima el peso (de las angustias) de las influencias. El yo es el material básico, el resto es accesorio.
            Las primeras obras de Octavio Paz, las que van de Luna silvestre (1933) hasta el libro recopilatorio A la orilla del mundo (1942), con todo y sus inclinaciones por lo social, crecen bajo la sombra de las grandes poéticas del posmodernismo lírico hispanoamericano: Neruda, Vallejo, López Velarde. Ellos fueron los puentes entre el dominio del lenguaje propio y el diálogo con otras voces. La concreción de su voz poética llega con Libertad bajo palabra (1949), con este libro Paz no sólo se consolida como poeta, sino como un crítico de su propio oficio. Para él, el poeta deja de ser el vate, la figura pública y excéntrica  que se consagrara en el modernismo, y se convierte en un transeúnte de la modernidad, o mejor dicho: de las modernidades, pues experimenta en su propia vida las contradicciones de su tiempo, y a partir de ahí, sólo puede explicar  la realidad  a través de una visión oximorónica que fusiona los opuestos. La poesía moderna, en la lectura de Paz, posee dos gestos que la definen y, en buena medida, la determinan: la analogía y la ironía. Busca la asimilación con el mundo, con la realidad, y, al mismo tiempo, se percata de la imposibilidad (e inutilidad) de esa búsqueda. De nueva cuenta aparece el oxímoron: la figura retórica predilecta de Paz.
            Buena parte del  resto de su obra poética confirma este sendero con bifurcaciones infinitas, principalmente en títulos como  Salamandra (1962), Ladera este (1969)  y Pasado en claro (1975). A la bellaza de las imágenes que evoca, la poesía de Paz  opone, con una gran fuerza lírica,  una creciente sensación de soledad existencial, de angustia ante el peso del tiempo y nuestra imposibilidad de escapar de él,  incluso en las creaciones donde el erotismo ocupa el centro, como Blanco (1966), esa flama doble termina por consumirse a sí misma: la pasión se inflama y se alimenta con la ausencia del objeto amoroso.
            La tradición de la ruptura (otro oxímoron) funda la estirpe de su escritura no sólo como poeta, sino principalmente como ensayista y como teórico de la literatura. A través de esa lectura, Paz se enfrenta a las contradicciones de la historia mexicana (y de la latinoamericana). El “matrimonio” difícil, casi imposible, entre mito e historia (la “divina pareja”) le permite la inmersión en el amplio campo de la interpretación ensayística. En  El laberinto de la soledad (1950) y  Posdata (1969) revisa el legado de las obsesiones (ese repertorio de máscaras) del mexicano, y replantea con ello el cuestionamiento por la identidad nacional, un tema, por cierto, nada ajeno al ensayismo hispanoamericano y a las reflexiones de Bolívar, Sarmiento, Martí y Rodó, entre muchos otros. Aunque Paz no desea caer en la inercia de instalar un rasgo esencial y trata de cambiar el enfoque, el resultado final es una reinvención de lo mexicano, una nueva apuesta por la modernización,  a pesar del regodeo en los rasgos distintivos y “bárbaros” (no occidentales) de los mexicanos.
            Algo parecido sucede con su concepción de lo literario. Paz parte de la confesión y el testimonio para elaborar su teoría de la literatura, la cual es, básicamente, esencialista: reinstala lo literario, sin definirlo, en el centro de su reflexión y de su conducta pública. Su visón de la literatura, le permite crear un código de conducta ante la inestabilidad de la realidad (política y social) del tiempo que le tocó vivir. Desde sus ensayos iniciales: El arco y la lira (1956) y Las peras del olmo (1957), hasta sus trabajos más tardíos, como Los hijos del limo (1974) y El ogro filantrópico (1979), Octavio Paz lleva el universo autorreferencial de la literatura al mundo exterior: la realidad se deletrea, solía decir.  Su teoría parte de una sensación sustentada en dos conceptos que podríamos denominar como el placer textual y la pasión crítica. Como buen transeúnte de la modernidad, sabe que las contradicciones son también una forma de crear sentido a lo que no lo tiene. Al rememorar la elaboración de la antología poética Laurel, hecha por él en 1943,  Paz explica su poética, que también será su política: “En época de tribulaciones, la poesía se presenta al espíritu como un desagravio. La realidad del poema, evanescente y sin consistencia física, nos parece una refutación de la realidad incoherente que vivimos, hecha de palabras rotas y pensamientos dispersos; saber que pertenecemos por la lengua a un mundo más vasto, rico y hondo que el cotidiano, nos ayuda  a soportar con un poco de entereza los descalabros.”
            Poética como política: el traslado de la realidad al universo de los signos y a la concreción del poema; este gesto, en apariencia idealista, es sumamente ideológico. A la arenga, Paz contrapone la persuasión; a la acción, el acto creativo. Para la concreción de esta peculiar ideología es necesario ver el trayecto político de Paz, que al igual que su obra literaria partió de la filiación, o del intento de filiación a diversos grupos socialistas hacia la “soledad” del espacio propio (no desprovisto de seguidores, por cierto).  Su temprana militancia en la izquierda, que lo llevó a participar si no activa, al menos sí discursivamente contra el fascismo, primero en la Guerra Civil Española, luego en la segunda guerra mundial, fue pronto abandonada ante la polararización de intereses de sus mismos partidarios. Mucho se ha hablado de sus virajes políticos, desde su breve y ya referido paso por el comunismo hasta su progresiva inclinación hacia la derecha.  Lo cierto es que Octavio Paz siempre buscó, independientemente de las ideologías, el centro: el lugar más visible del campo literario.  Su lucha era por el poder de la representación. Los años que pasó fuera de México, en el Servicio Exterior, lo alejaron de las disputas y forcejeos  que se daban al interior de la vida literaria y cultural mexicana. En cuanto volvió definitivamente al país en 1969, concentró sus fuerzas en recuperar ese lugar protagónico en la opinión pública. La fundación de las revistas Plural (1971) y Vuelta (1976) no tuvieron otro fin que ése.   Cuando la figura del  intelectual comienza a perder terreno en el campo de la política, Paz se construye una presencia mediática para equilibrar las fuerzas. Y si en un momento atacó al poder,  en otro lo respaldará, tratando con ello de consolidar una agenda particular y relativamente independiente a los agentes políticos, no siempre lo logró: su defensa al príismo neoliberal, por ejemplo, fue muy cuestionable.
            Y política como poética: su pasión por el poder de la representación, lo llevó a luchar incansablemente por el control de la circulación de valores y juicios en el campo literario mexicano. Paz tomó el cetro y pocos se atrevieron a disputárselo: la escena, en Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, donde los poetas real visceralistas intentan secuestrarlo, resulta sumamente ilustrativa de esta detentación del poder. Muchas de las características en cuanto al habitus, es decir, en cuanto  a las conductas públicas, que presenta la literatura mexicana actual tienen sus raíces en la política literaria de Octavio Paz. En una carta al poeta Tomás Segovia, fechada en Nueva Delhi el 29 de mayo de 1967, el autor de El laberinto de la soledad  se quejaba de los dimes y diretes del mundillo literario de su patria y de las concentraciones del poder simbólico en unos pocos: “La actitud de ahora es una consecuencia fatal de la actitud de ayer: cuando tenían en su poder los órganos de publicidad, también incurrieron en la política de pandilla –algo muy distinto a la acción de un grupo unido por ideas, gustos e intereses intelectuales y estéticos semejantes. Así, todo es lucha de intereses  y de personas…” En los otros, la ambición era una simple querella política, en él: una aspiración intelectual. Su intransigencia ante la disidencia estética e ideológica fue siempre total.
            Hoy, estos escarceos y obsesiones nos parecen muy lejanos. Tal ve porque el poeta y el intelectual son figuras que ahora pertenecen a la excentricidad; tal vez porque el mundo de las letras es en este momento mucho más pequeño de lo que fue ayer. Paz ha dejado de ser el “padrino” que controlaba la “mafia literaria” en México, y es ahora un autor con una obra monumental en espera de infinidad de lecturas y de múltiples interpretaciones. Mucho mejor así, creo yo.

Publicado en el suplemento cultural chileno La Panera (núm. 47)

            

lunes, diciembre 16, 2013

El poema que volvió moderno al mundo





Del autor de este enigmático poema se dice que vivió entre los años 98 y 55; que presenció, durante su adolescencia, los estragos de una de tantas guerras civiles que aquejaron a la Roma imperial; que provenía de familia ilustre, pero retirada de la vida urbana.  San Jerónimo, el patrono de los traductores, afirmaba, basándose probablemente en Suetonio, que este misterioso poeta enloqueció a causa de una poción amatoria, y no sólo eso, también sostenía que la composición de su obra magistral se dio bajo los efectos de ese estado alucinatorio, el cual, finalmente, lo llevó a quitarse la vida a la edad de 44 años. Fuera de eso no quedan más que un nombre de autor y un largo poema de 7, 400 versos escritos en hexámetros dactílicos. Estoy hablando, por supuesto, de  Tito Lucrecio Caro y de su obra De rerum natura, traducida generalmente como De la naturaleza de las cosas o Sobre la naturaleza.
            El universo y su condición material,  sin un guía o un plan determinado, salvo la perpetua creación y destrucción de las cosas, en un muy movimiento incesante de átomos,  o “clinamen”, como  lo llama el poeta: tal es el principio que rige todo el poema. Lucrecio convierte en versos la filosofía práctica de Epicuro y  aboga por la cancelación de los mayores miedos metafísicos del hombre: el temor a los dioses y el horror ante la muerte. Del pensamiento de filósofo  griego, creador de la vasta y desaparecida obra  Peri physeos: fuente principal del poema, no queda casi nada, salvo las referencias que Diógenes Laercio otorga en su obra fundamental  Vidas, opiniones y sentencias  de los filósofos más ilustres y las tres cartas de Epicuro que incluye como anexo, remitidas a Herodoto, a Pitocles y a Meneceo. En las cartas se  habla de la física, de la meteorología y sus fenómenos, y de  la ética, asuntos todos versificados a su estilo por Lucrecio. El epicureísmo fue una doctrina perseguida tanto en Grecia como en Roma: es famosa la queja de Cicerón sobre la “plaga” de seguidores de Epicuro que azolaba la capital del imperio. La inclinación por los asuntos terrenales en desmedro de los divinos no ha sido bien vista en casi ninguna de las esferas de poder a lo largo de la historia. Buscar una vida plena y feliz, vía la sabía administración de los placeres y de los dolores, sin culpas ni miedos a supercherías o a castigos divinos, no es un asunto común en las agendas públicas.
            Se podría decir que el poema de Lucrecio es una obra pedagógica, una forma de enseñanza filosófica, pero con ello sólo diríamos una parte muy pequeña. De la naturaleza de las cosas es un gran poema que produce su propio conocimiento. La relación entre poesía y filosofía es vasta y sumamente compleja, y no es mi intención entrar aquí a una larga discusión, me quedaré simplemente con estas palabras de George Steiner, tomadas de uno de sus últimos ensayos: La poesía del pensamiento: “Lucrecio  nos hace sentir que hay ciertos movimientos de pensamiento, de razonamiento abstracto, una gravitas, un peso material […] En todo lugar y en todo momento en que la sensibilidad especulativa occidental inclina hacia el ateísmo, franco o disimulado, hacia el materialismo y el humanismo estoico, Lucrecio es un talismán.”
            De la naturaleza de las cosas está dividido en seis partes. Los libros I y II versan sobre los átomos  y el universo como objeto total; sobre la explicación de la naturaleza del alma y de la mente con sus operaciones tratan los libros III y IV; los dos últimos libros describen los mecanismos de los movimientos celestes, narran la historia del mundo y de la humanidad, explican la causa de los fenómenos meteorológicos y las razones de las epidemias.  El poema inicia con una invocación, más retórica que sincera, a la diosa Venus, sin faltar, por supuesto,  la tradicional dedicación a una persona ilustre o con influencias, en este caso se trata de un personaje oscuro llamado Memio; pero, a partir de ahí, todo se vuelve materia y transformación:
“Llamamos cuerpos a los elementos
y a los compuestos que resultan de ellos:
los elementos son indestructibles.
Porque su solidez triunfa todo.”

Por contraste, los desenlaces de cada uno de los libros suelen ser pesimistas, carentes de cualquier falsa esperanza. El poema se limita principalmente  a explorar la parte física del universo (y de las personas), es decir, se ocupa del mundo como realidad objetiva. El conocimiento proviene sólo de los sentidos y de la razón.  Uniendo estos dos factores, realidad objetiva y conocimiento racional, se puede llegar al fondo de la verdad.  Hay quienes ven en la estructura de la obra un simulacro del funcionamiento de la propia naturaleza y por lo mismo: “inútil, pues, sería toda fuerza / que turbase la unión de los principios, / y rompiese sus lazos…”
            Los átomos representan a las partículas elementales, cuyo movimiento y transformación constituyen la índole de cada una de las cosas del universo.  En ese viraje, o clinamen, está, según Lucrecio, la fuente del libre albedrío. El filósofo  norteamericano de origen español, George Santayana,  consideró a esta idea como uno de los más grandes pensamientos que ha tendido la humanidad.  Por su parte, Stephen Greenblatt, en su extraordinario ensayo The Swerve. How the World Became Modern, vio en este poema una de las fuentes de la modernidad occidental. Lucrecio no afirmaba poseer el secreto, o mejor dicho, el código de esas partículas, sin embargo confiaba que un estudio atento (¿premonición del discurso científico?) podría lograrlo algún día.  Esta lectura del universo se desentendía de cualquier preocupación teológica, pero también dejaba de lado toda consideración sobre la supuesta superioridad humana. Los seres humanos eran sólo otro elemento más en la infinitud del cosmos.
            No es difícil imaginar el impacto que una obra como ésta tuvo en los días de su aparición.   El destino posterior tampoco fue favorable. Luego de la paulatina caída de la cultura grecolatina y el ascenso del cristianismo, De rerum natura se convirtió en una vaga referencia, hasta que se le perdió toda huella. Durante mil años fueron casi nulas las noticias sobre esta obra. No fue sino hasta 1417, cuando el humanista italiano Poggio Bracciolini  encontró  una copia (probablemente hecha en Francia en el siglo IX) en un monasterio en las cercanías de la campiña alemana. Bracciolini lo transcribió de inmediato y le hizo llegar una copia a su amigo Niccolo Niccolí, acaudalado humanista florentino  y aficionado a los manuscritos y códices (su biblioteca fue una de las más  importantes en el siglo XV).  Generalmente solemos asociar los grandes acontecimientos históricos con magnas acciones políticas o militares, pocos se atreverían a afirmar que el descubrimiento de un manuscrito en un apartado monasterio podría ser un suceso histórico, y sin embargo lo es.  Para Greenblatt, y en eso concuerdo con él, el descubrimiento de Boggio Bracciolini representó uno de los antecedentes primordiales para la llegada del Renacimiento.  El poema ayudó a que la cultura occidental diera un nuevo viraje y se enfocara, de nueva cuenta, en la condición humana.
            Con la llegada de la imprenta, De rerum natura se convirtió en una obra heterodoxa en un mundo que tendía hacía la homogenización del saber. La primera edición se realizó en Brecia, al norte de Italia, en 1473. Para 1600 se habían realizado cerca de 30 ediciones.  Una de esas ediciones serviría de sólido soporte a las reflexiones ensayísticas de Michael de Montaigne, quien sin duda recitaba mentalmente a Lucrecio cuando escribió su famosa sentencia: “Deseo que se trabaje y que se prolonguen  los oficios de la vida humana tanto como resulte posible, y deseo que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero sin temerla, y menos todavía me preocupa dejar mi jardín imperfecto.”
            En el orbe hispánico, la presencia de esta obra fue vacilante, pues si bien es cierto que autores de la talla de Quevedo  tradujeron algunos de sus versos,  la primera versión castellana completa no  se realizó sino hasta 1791. La empresa la realizó el abate José Marchena, sin embargo, la obra  no se dio a la imprenta, sino hasta 1896, cuando Marcelino Menéndez y Pelayo  la publicó como parte del segundo volumen de las obras completas del abate.  Un año después se imprimió, ya separada del resto de las obras de Marchena, en Madrid por la casa editora Hernando y Cía. Alfonso Reyes conservó en su biblioteca un ejemplar de esta edición y lo distinguió con su peculiar ex libris.  Lucrecio fue, para él, una importante variación del pensamiento armónico grecolatino. La nota discordante que confirmaba la riqueza del conjunto. 
            ¿Cómo se podría leer ahora el poema, bajo la hegemonía del discurso científico y el auge de las neurociencias? ¿Estaremos cerca de conocer todos los secretos de esas partículas elementales, tal como ficcionalizaba Michel  Houellebecq en su célebre novela? Sospecho que la obra guarda aún infinidad de secretos.
             Es una lástima que no tengamos más información sobre la vida de Lucrecio. Desconocemos su carácter y el resto de su obra literaria. El poema nos habla del universo, pero muy poco de su autor. Marcel Schwob, en sus Vidas imaginarias, se tomó la tarea de humanizar, a través de la ficción, la figura de Lucrecio. En sus páginas lo hizo enamorarse de una exótica mujer africana.  Schwob recrea así el final del poeta, y con esta imagen me gustaría quedarme: “Entonces Lucrecio bebió el filtro. E inmediatamente después su razón desapareció, y olvidó todas las palabras griegas del rollo de papiro. Y por primera vez, al volverse loco, conoció el amor; y a la noche, por haber sido envenenado, conoció la muerte.”

jueves, junio 27, 2013

Pugna por un regreso al humanismo

Víctor Barrera Enderle explora la complejidad de la globalización y la sume desde territorio latinoamericano
Por: Luis Barrera López (Corresponsal El Mañana), Miércoles, 10 de Abril de 2013

MONTERREY.- En momentos donde la sociedad valora más las habilidades rentables ¿tiene sentido hablar de humanismo?
El escritor Víctor Barrera Enderle considera que sí es factible y replantea el estudio de José Enrique Rodó, "Ariel", en su nueva publicación "La Reinvención de Ariel.
Reflexiones Neoarielistas Sobre Posmodernidad y Humanismo Crítico en América Latina", presentada recientemente en Monterrey con el apoyo de CONARTE.
"Escribí este libro en un momento que considero como un teatro de guerra de la última etapa del capitalismo, una lucha despiadada por un mercado de drogas donde nosotros quedamos en medio", expresó Barrera Enderle.
El escritor dijo que al observar ese panorama hay un sentimiento de que estamos perdiendo "un montón" de cosas como civilización.
Acompañado del crítico literario Roberto Kaput González y del escritor Carlos Lejaim Gómez, compartió un análisis del su texto que reflexiona sobre la sociedad mexicana en tiempos posmodernos.
Esta publicación se considera como una continuación de su libro "Lectores Insurgentes: La Formación de la Crítica Literaria Hispanoamericana (1810-1870)", obra que le mereció el premio Casa de las Américas.
Roberto Kaput González dijo que habló con Víctor Barrera Enderle toda la semana previa a la presentación de su libro porque "La Reinvención de Ariel" es una de esas obras con las que se dialoga mucho y donde el autor siempre se siente muy presente.
"Si Rodó reflexionó en torno a las bondades y los excesos de la modernidad, y Fernández Retamar en torno a los retos de los movimientos de coloniales, Barrera Enderle explora la complejidad de la globalización y la asume desde Latinoamérica", dijo Kaput González.
Agregó que en la reflexión del escritor se pretende vincular varios ámbitos: el académico, el político, el público y el mediático, donde hay un afán testimonial de dejar dicho cuál es la situación de una sociedad que mide todo por tiempo-hombre y no por cómo vamos a habitarla.
"Hay una reforma universitaria que pudiera en algún momento perder de vista que no todo son habilidades y rentabilidades, sino que también deberíamos de guardar un espacio para la cultura como ese ejercicio autocrítico que nos permitiría imaginarnos nuevamente como un espacio habitable", compartió Kaput González.
El autor de este ensayo se plantea si Ariel nos dice algo en la actualidad, ya que estudiar la obra de Rodó no sólo significa hablar de un predicador utopista, sino de un crítico agudo, un lector inteligente de la modernidad occidental y de la formación intelectual latinoamericana.
La manera en que Barrera Enderle supo entrelazar esas dos tradiciones le otorga un soporte sólido a su reflexión y le ayuda a crear herramientas teóricas que aún hoy tienen vigencia como estrategias para combatir, aprovechar y contrarrestar los excesos actuales.
CONTEXTO:
Víctor Barrera Enderle es doctor en literatura hispanoamericana y maestro en teoría literaria por la Universidad de Chile, además de licenciado en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Nuevo León.
Ha sido investigador visitante en el Instituto Iberoamericano de Berlín y profesor visitante en la Universidad de Chile. Fue director de la revista Armas y Letras del 2006 al 2011 y ha obtenido varios premios y reconocimientos a nivel internacional.
(En el diario El Mañana, de Tamaulipas)

martes, mayo 28, 2013

El duelo como escritura, la Oración del 9 de febrero, de Alfonso Reyes

Alfonso Reyes comenzó su peculiar y personal Oración marcando, desde el título y las primeras líneas,  una fecha tácita: el día que daba inicio a  su escritura se cumplían diecisiete años de la muerte del padre. La efeméride detonaba la redacción, sin embargo la gestación venía de mucho antes: desde el sonido de la metralla que terminó con la vida del general Bernardo Reyes el domingo nueve de febrero de 1913. La violenta muerte del general, ocurrida a las puertas del Palacio Nacional, desencadenó la llamada “Decena trágica”: esos  diez días que marcaron el fin de la presidencia de Francisco Madero y el inicio de la dictadura de Victoriano Huerta. Esos son los datos duros, los hechos registrados por la prensa y los historiadores. En una primera lectura, y con los antecedentes que acabo de mencionar, la atención parecería ir hacia atrás, retrocediendo en el tiempo. Pero no es así, o no lo es completamente. La Oración del 9 de febrero  indaga en el universo de la subjetividad,  tantea lo  que hubiera podido pasar,  y cuenta lo que, en cierta medida, no pasó, pero igual pasó tras ese trauma crucial en la vida de Alfonso Reyes y del México moderno.  Tras la muerte del padre, el camino se bifurcó para el hijo, quien decidió tomar el sendero de la vocación literaria y sellar su destino. Eso lo sabemos bien.  Pero al comenzar a escribir su Oración, en Buenos Aires,  esa mañana de febrero, en pleno verano austral,  Reyes recorrió simbólicamente el otro camino, el clausurado. Sería un ejercicio peligroso y lleno de dolor: “Es difícil bajar a la zona más temblorosa de nuestros pudores y respetos.”
 ¿Qué le pasaba a Reyes en ese momento? Era el año  de 1930, el escritor se encontraba, como recién apunté,  en Buenos Aires, cumpliendo con sus últimas  funciones como embajador, antes de dejar el cargo y trasladarse a Río de Janeiro para asumir la representación mexicana en Brasil. En México, no hacía mucho había tomado posesión como presidente Pascual Ortiz Rubio  (por cierto, el mismo día que asumió el cargo fue objeto de un atentado por parte de un seguidor de  José Vasconcelos).  Estamos en plena consolidación  del periodo conocido como  el  Maximato, esto es,  la prolongación del poder presidencial de Plutarco Elías Calles a través de políticos vicarios, como el propio Ortiz Rubio.  Tras dos décadas de procesos revolucionarios, el país no se había estabilizado todavía. La muerte del padre representaba, simbólicamente, un acontecimiento histórico presente, un hecho que la historiografía oficial quería dejar atrás y condenar al olvido.
Por su parte, Reyes precisaba cerrar el duelo y entrar en una fase de aceptación, necesitaba  elaborar narrativamente la pérdida y confrontarla con su propia condición de sujeto. Evocar al padre implicaba también cuestionarse como hijo. ¿En qué medida era él la prolongación del padre? ¿Y en qué medida no lo era?  La  escritura, que es en sí una forma de ordenar el tiempo y de darle sentido al pasado, sería la vía para procesar el duelo. Al igual que Kafka en la estremecedora “Carta al Padre”, Reyes recurría a la escritura para conjurar las distancias, para tratar de abrir nuevos canales de comunicación. Pero sobre todo, ambos, el escritor checo y el escritor regiomontano,  tenían como destinatario final a ellos mismos. Los padres, uno muerto y el otro indiferente ante la vocación del hijo, jamás se darían por enterados.
Alfonso Reyes redactó la Oración entre febrero y agosto de ese año. Partió de la fecha de la muerte y terminó el día del cumpleaños del general.  Recorrió el camino inverso: de la muerte a la vida, del olvido a la memoria.  La oración como género de escritura, como obra de elocuencia y persuasión,  está cercana a la plegaria: busca la conmoción de la audiencia; pero la oración alfonsina no es una alabanza al padre ni tampoco la defensa desaforada de sus acciones, o no completamente: es, sobre todo,  una interpretación de la ausencia, un conjuro contra el dolor. Una lectura que confronta y complementa las diferencias entre el padre y el hijo. Hace tiempo, en un ensayo sobre la amistad literaria entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, trabajé brevemente este aspecto. Entonces me interesaba destacar que, dentro de las amplias funciones que se crean dentro de una amistad de esa naturaleza, Henríquez Ureña jamás cumplió, como afirmaban algunos, el rol simbólico de padre de Alfonso Reyes. No. La figura paterna opera en la escritura alfonsina como oposición y como proyección. Bernardo Reyes es la figura de otro tiempo, o mejor, de otra temporalidad, representa un género literario superado: el romanticismo literario hispanoamericano. El hijo lo describía así: “Él vivía en Monterrey, ciudad de provincia. Yo vivía en México, la capital. Él me llevaba más de cuarenta años, y se había formado en el romanticismo tardío de nuestra América. Él era soldado y gobernante. Yo iba para literato.”
La Oración del 9 de febrero  es un ensayo que cubre, al mismo tiempo y con gran maestría, varios registros: el biográfico, por supuesto, pero también el histórico y el literario. Además de que compone una tópica personal: la geografía de la formación literaria de Alfonso Reyes. En esa cartografía letrada, un espacio concentra toda la carga simbólica: Monterrey. Reyes elaboró una poderosa condensación que terminó por fusionar al padre con el suelo nativo. El legado político y material del general fue leído como un texto escrito sobre la superficie del territorio regiomontano.  Si la historia nacional reciente era dolorosa, tan dolorosa para él que lo obligaría a guardar su Oración durante el resto de sus días sobre la tierra, Monterrey, en contraste, representaba lo “definitivo”, al menos esa era la lectura que el autor de Visión de Anáhuac hacía desde la doble distancia: temporal y espacial.
La dimensión histórica parte del hecho desgarrador, a saber, que el padre no supo leer su propia circunstancia, no se enteró que su tiempo y su género literario ya habían pasado.  Reyes interpretó este acontecimiento como un acto de consecuencia, como un amanera de hacer vida (o muerte) de las palabras: “Entonces entendí que él había vivido las palabras, que había ejercido su poesía con la vida, que era todo él como un poema en movimiento, un poema romántico de que hubiera sido a la vez autor y actor. Nunca vi otro caso de mayor frecuentación, de mayor penetración entre la poesía y la vida.” Con este desplazamiento la Oración ingresa el reino de la dimensión literaria, y con ella logra una justificación de los actos.  La distancia en el plano de los discursos (de cualquiera índole)  y el heterogéneo ámbito de la realidad suele ser en América Latina muy grande, y quien lleva sus lecturas a lo cotidiano  suele ser juzgado como un loco, como un Quijote. Reyes, en su lectura sobre el padre, cambió al político por el personaje, pero no ocultó las acciones del hombre público, sólo las colocó en una perspectiva más amplia, más allá de lo contingente o lo inmediato.
Bernardo Reyes pertenecía, desde esta mirada, a la generación que podríamos llamar como la de los liberales literarios.  La elite ilustrada que, desde la mitad del siglo XIX, proyectó en la escritura la imagen de los modernos estados-nacionales que habrían de consolidar a los nuevos países hispanoamericanos, con la salvedad de que el general Reyes literalmente peleó por esa apuesta  y,  de hecho, la llevó a cabo en ese lugar definitivo para Reyes que era el suelo nativo: “Naturalmente, él se tenía por hombre de acción, porque aquello de sólo dedicarse a soñar se le figuraba una forma abominable del egoísmo.”  El padre no comprendía la distancia entre la ficción y la realidad, entre la historia y la subjetividad (¡todos los actos eran públicos!): “no veía la diferencia entre la imaginación y el acto”, rememoraba el vástago diecisiete años después de la tragedia.  
De manera súbita, la Oración comienza a formular tácitamente una serie de preguntas: ¿qué hubiera pasado si el general Reyes hubiese triunfado en su intentona de golpe militar, si hubiera llegado a la presidencia?  Es probable, y así lo sospechaba Reyes, que el desenlace no hubiera sido muy distinto del acontecimiento real, porque, como bien había apuntado, su tiempo histórico ya había pasado. Pero esa no es la pregunta principal, con el poder de la evocación y de la recreación literaria, Reyes iba más atrás en el tiempo y exploraba otro universo de posibilidades. ¿Qué hubiera sucedido si Bernardo Reyes hubiese llegado a la presidencia en el momento justo, en el cénit de su carrera política? Otro sería el destino del país, sugería  el hijo escritor y presentaba  como argumento irrefutable el legado concreto: el suelo nativo.  Ahí estaban la vitalidad y el crecimiento de Monterrey, el desarrollo de todo el estado de Nuevo León.  La fuerza vigorosa de la ciudad natal  era la proyección a escala de lo que hubiera sucedido si los hados de la Historia se hubiesen comportado de manera diferente. Esos territorios de la especulación, donde los verbos se conjugan en subjuntivo, pertenecen al terreno de la dimensión literaria, y el ensayista lo sabía muy bien. La pérdida física del progenitor es irreparable; la construcción discursiva de la figura paterna es posible. Al recrear al padre Reyes se completaba a sí mismo como sujeto: “Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio”, confiesa al hablar de los procesos particulares de su duelo. A través de la imaginación creadora, el padre se convirtió en interlocutor del hijo: “Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo. Poco a poco, tímidamente, lo enseñé a aceptar mis objeciones…” Compenetración a través de la evocación. Parte de esto proceso tenía que ver con el espacio que representaba el padre. Monterrey se convirtió en la zona segura dentro de una era incierta. Una cápsula fuera del mapa y del calendario.
Porque él, el vástago, estaba en el devenir del tiempo. Él se quedó y tuvo que hacer de la desgracia el parto crucial de su definición como individuo. Apenas abatido el general surgió la disyuntiva: ¿qué hacer? ¿Ser la proyección del padre o ser él mismo? La decisión, como sabemos, fue radical: “Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencia a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego.” De manera literal, se arrancó de sí la sed de venganza y ambición.
Irse, dejar atrás el presente incierto y el país ensangrentado: ambos quedarían para él clausurados por mucho tiempo. Alfonso Reyes se exilió, se marchó físicamente de México; pero regresó, de manera literaria, a la casa familiar en Monterrey. Desde los días de estudiante en la ciudad de México, había comenzado la elaboración de esta simbólica zona de resguardo. En los momentos difíciles, de cualquiera índole, se decía: “Consuélate. Acuérdate que, después de todo, allá en Monterrey, te queda algo sólido y definitivo: Tu casa, tu familia, tu padre.” Y, como él mismo confesó más adelante, no eran, en sí, ni el espacio real  ni la persona física del padre quienes provocaban su calma, sino la elaboración imaginaria que hacía de ambos. El dolor ante la pérdida tenía más que ver, en sus palabras, con el cruel designio de la fortuna histórica. “No lloro por la falta de su compañía terrestre, porque yo me la he sustituido con un sortilegio o si preferís, con un milagro. Lloro por la injusticia con que se anuló a sí propia aquella noble vida; sufro porque presiento, al considerar la historia de mi padre, una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo…”
Para contrarrestar ese tenebroso decreto del destino, Reyes elaboró su oración y recurrió por igual a los vastos campos de la historia como a los inciertos terrenos de la literatura. Y el punto de cruce entre estos dos espacios fue la biografía, la vida, narrada por el hijo-biógrafo, del padre. Un relato que iba de lo biológico a lo político, de lo corporal a lo ideológico. A través del recuerdo del cuerpo , de las heridas que sufrió a lo largo de su carrera militar, de las sucesivas firmas que tuvo que elaborar, a través, digo, de todos estos elementos, en apariencia nimios, el hijo regresaba, volvía a ingresar, como solía hacerlo en las vacaciones escolares, en el ámbito de la biblioteca paterna. Sus ojos se asombraban ahora (era la mirada de un adulto, de alguien que ahora podría ser contemporáneo del padre) de los títulos y las lecturas que éstos suguerían: Espronceda, Heredia, Othón (de quien era amigo), la Historia de la humanidad, de Cesare Cantú, y ¡los Cantos de vida y esperanza! Darío: el general leía a Darío: un autor consagrado por su propia generación y el modelo más emblemático de la modernidad literaria hispanoamericana. Entrar  a la biblioteca significaba dejar afuera, por un instante, la contingencia histórica. Alfonso Reyes no deseaba  caer en la simple apología y resaltar la labor material del otrora gobernador del estado de Nuevo León, aunque de paso señalaba que eso “Todos lo saben, y los que lo niegan saben que se engañan.”
No deseaba tampoco hablar de lo evidente: que la historia oficial, a través de los malos oficios de la politiquería,  se había empeñado en silenciar este capítulo de la vida moderna mexicana, aunque toda la Oración se dirige en ese camino. Pero por ahora eso no era lo importante. No. Para él, la casa y la biblioteca, con sus inquilinos, pertenecían ya a otro universo. Y es ese personaje entrañable, el que se ha formado en la lectura de los clásicos hispanoamericanos del siglo XIX y en los libros consagrados de la historia universal, el que vemos caer de nueva cuenta,  esta vez gracias a la pluma del hijo, víctima de un destino caprichoso y no desprovisto de tintes de tragedia clásica.  La narración de la rendición del general en Linares y la descripción de los últimos momentos de su vida son un magno esfuerzo por corregir y humanizar la historia oficial del México moderno. El viacrucis de un político de otro tiempo.
Reyes finalizó la Oración evocando una elocuente imagen tomada de los Cuadros de viaje, de Henrich Heine: la espiga solitaria que ha escapado a la acción aniquiladora del segador.  El cuerpo fue segado por la desquiciante circunstancia política, pero la imagen perdurará a través de la escritura del vástago. El punto final conmemora la fecha de nacimiento: y el texto es también una forma de parto.  Podríamos, de hecho,  verlo así: la Oración del 9 de febrero como una corrección a la historia oficial, el capítulo que faltaba a la gestación del México actual; y también mirarla de este otro modo: la Oración como un texto heterodoxo de la narrativa sobre la Revolución Mexicana. En las dos lecturas el proceso es similar: contrarrestar con el factor trascendental de lo local, de lo personal, el peso y el artificio de la nacional u oficial. Es un escrito de naturaleza herética que contradice la verticalidad de la cultura oficial mexicana, y a su manera afirma que no hay una sola manera de ser mexicano, o de ser escritor. Confirma igualmente que la memoria debe formar parte de la historia, y que la ficción es parte de la biografía y de la  autobiografía.
La Oración del 9 de febrero es, junto con la “Respuesta a sor Filotea de la Cruz”, de Sor Juana Inés de la Cruz y las Memorias, de fray Servando Teresa de Mier, una obra de índole única en la literatura mexicana: un sol negro con su propia órbita. Su genealogía proviene Jorge Manrique (tal vez más allá, desde el Cid), pero también parte de Kafka y se proyecta en Jaime Sabines, y en Philip Roth.  Es una tradición marcada por el anhelo que alguna vez expresó Elías Canetti: escribir para vencer a la muerte, es también una batalla pérdida. Por eso se lleva a cabo con todos los sentidos.

La escritura ha hecho las veces de duelo.  Aceptar la muerte del padre, ha implicado para él aceptar su propia mortalidad.  Reyes comenzó su Oración del 9 de febrero implorando el significado trascendental de un fecha y la terminó recitando mentalmente  esta frase de Heine para sobreponerse al irremediable arribo de la partida definitiva: “Pero al fin llegará el día, y se extinguirá el fuego en mis venas, el invierno habitará en mi pecho, sus blancos copos revolotearan acá y allá en torno a mi cabellera, y sus nieblas velarán mis ojos. Descansarán mis amigos en sus tumbas, ya cubiertas de verdura; yo solo sobreviviré como espiga solitaria olvidada por el segador…”