lunes, junio 19, 2006

BORGES, EL INFINITO

En “El evangelio según San Marcos”, uno de sus cuentos más excepcionales, Jorge Luis Borges (1899-1986) sugiere, con gran dosis de ironía, las dos únicas fuentes posibles de originalidad en los relatos. Dos historias contadas infinitamente Una es la vida de un dios que se hace crucificar en el Gólgota; la otra, el azaroso intento de regresar a la tierra nativa de unos hombres navegando al garete en un bajel. Cristo y Ulises. La conversión y el retorno al territorio perdido. A partir de allí todas las ficciones literarias (todos los discursos, dirían los postmodernistas) serían variaciones de esas dos fuentes. A tales orígenes narrativos habría que añadir una tercera posibilidad, de la cual el propio Borges es ejemplo magistral: la del lector que de tanto adentrase en el universo de las letras termina por hacer de la literatura un tema literario. En lugar de realismo, realidad de la creación artística.
Lector marginal de la literatura universal, Borges iluminó las oscuras redes comunicativas y metafóricas que nutren a la actividad literaria. Esa magia contenida en los libros cerrados, en los textos ocultos en espera del primero (sin importar su procedencia) que se atreva a acercarse. Fue el espectador no invitado al banquete de las letras. Gran embustero que ha embaucado a más de uno que presume su anti racionalismo postmoderno. Traductor de otro escritor marginal y fundamental: Franz Kafka. Dos polos de la cultura occidental. Uno anuncia la crisis de la modernidad, el otro cancela sus pretensiones de originalidad. Al final: ambos la enriquecen. Lo kafkiano, lo borgeano ¿no son en verdad fragmentos ocultos de realidad?
Borges aseguraba haber leído La metamorfosis (un relato tan suyo como de Kafka) durante su juvenil estancia en Suiza, puede ser, pero lo principal, y Borges lo supo bien, es la manera en que cada lector construye y articula su propia tradición. Nuestro autor se reinventa a sí mismo y nos cuenta su historia. Escuchémosla.
La vida es siempre breve y las posibilidades, infinitas. Tal fue la primera certeza que corroboró el niño Borges (Georgie, como lo llamaba su madre) al descubrir el universo de las letras. Lecturas primigenias: Wilde, Kipling, y las primeras traducciones (estrategias para incorporar el mundo de lo leído al mundo que lo rodea). Viene luego la diáspora familiar. Las estancias de los Borges en Suiza y España; el ingreso del joven escritor a los movimientos de vanguardia: el ultraísmo, movimiento que lo acompaña en su regreso definitivo a Buenos Aires al despuntar la década del veinte. A partir de allí todo será vertiginoso y efímero: de la experimentación poética a los afanes regionalistas, del amor por la palabra a la obsesión por las calles, barrios y truhanes bonaerenses. El poeta juvenil y poco conocido se transforma en escritor consumado, crítico agudísimo de la literatura y sus circunstancias. Historia universal de la infamia (1935) se constituye como el primer experimento narrativo borgeano: son siete relatos disfrazados de ensayos que apelan a la cara oculta de la historia, a las biografías de truhanes, bribones y asesinos: antihéroes, en una palabra. El regodeo en la negatividad humana como pretexto literario anunciaría la debacle mundial (el fascismo, los estados totalitarios, el imperialismo reforzado).
Occidente se desangra en la segunda gran guerra y América Latina se muestra al mundo generosa y llena de futuro, su fórmula se cifra en esa síntesis cultural que Alfonso Reyes llamó (desde Buenos Aires, precisamente, y ante la aprobación silenciosa de Borges) como “inteligencia americana” (el aprendizaje de la civilización occidental más el conocimiento del entorno local, para así producir una nueva forma de armonía internacional). Son estos los años que marcan el inicio de la más fructífera etapa narrativa de Jorge Luis Borges. En 1944 aparece Ficciones, serie de relatos magistrales que cambiaría para siempre a la literatura latinoamericana (en realidad es la conjunción de dos breves libros de cuentos: El jardín de senderos que se bifurcan de 1941 y Artificios del 44). Aparecen allí sus obsesiones: la estructura del relato policial (donde el final es el principio y se precisa la reconstrucción de los hechos), la pasión por los laberintos (la circularidad del universo, de los acontecimientos y, por ende, de la literatura), la trasgresión de la lectura (cada lector es el último autor de la obra leída, en una inagotable cadena de significaciones), la literaturización del mundo (de la historia y de la filosofía): todo puede ser contenido en un libro, incluso la pretensión de crear un libro universal, un punto donde confluye la totalidad del universo. Este vasto aliento narrativo insuflará su siguiente obra maestra: El Aleph (1949).
Para este momento, Borges es ya un escritor único que juega con la tradición y la convierte en cuento, en el relato circular donde la filosofía se transforma en literatura fantástica y el progreso, en un pacto fáustico. En la ironía se encuentra su interpretación.
La polarización del mundo tras la implantación de la guerra fría repercutirá en nuestros países de manera contundente. Nuestro autor vivirá desde entonces de espaldas a los acontecimientos políticos (pienso en su abierto rechazo al peronismo o en su beneplácito por la sangrienta imposición de las dictaduras militares en el Cono Sur durante los años setenta), para recrearse en su romántica lectura de los caudillos políticos: los héroes míticos de la independencia o los contendientes de las batallas clásicas. Todo guerrero se enfrenta a la disyuntiva de la civilización o la barbarie, su decisión final poco importará, pues esos dos extremos no están en la realidad sino en la subjetividad. El genio de la abstracción literaria es incapaz de superar el pragmatismo político.
La ceguera que a partir de los años cincuenta ensombreció (aunque no disminuyó) su pasión por la lectura lo trasformó en demiurgo, en la voz de un personaje literario, Homero moderno que canta sus invenciones en las aulas universitarias más prestigiosas. El Borges senil se encuentra de pronto con el otro Borges, el de los impulsos juveniles. De tal encuentro surge El informe de Brodie (1970), nuevo y vigoroso libro de cuentos que viene a concretarse como la confirmación de su poética narrativa. Para mí, el ciclo se cierra con una obra que apunta hacia el inicio: El libro de arena (1975): obra infinita y siempre cambiante. Una página nunca es la misma durante la segunda lectura y así infinitamente. Estamos condenados a la variación y nuestra memoria sólo cuenta, para perpetuarse, con la imaginación.
Tal vez esa fue la certeza que llevo al viejo y agónico Borges a terminar sus días en Ginebra, Suiza. Iba en busca de una variación de su adolescencia, tal vez con la esperanza de encontrarse, en alguno de los jardines públicos, al joven Georgie. Seguramente el moribundo anhelaba acercarse a ese pueril y anacrónico lector con gafas para decirle una sola frase: que un libro infinito bien vale una vida efímera. Borges es el gran autor de Borges.

viernes, junio 16, 2006

EL FÚTBOL COMO HISTORIA ALTERNATIVA
Es inevitable: estamos en plena efervescencia futbolera. Hoy en día el fútbol es el negocio más rentable, y basta mirar por más de diez minutos el televisor para ser bombardeados por toda clase de comerciales y noticias referentes a este deporte. Sí, porque todavía, y pésele a quien le pese, el fútbol es deporte, al menos en su esencia primitiva. Uno de los primeros y más firmes pasos para configurar una identidad colectiva (la del barrio, la ciudad o el país). Veintidós personas pateando una pelota, llevándola de un lado a otro con afanes desmedidos: la cosa aparentemente más sencilla del mundo y, sin embargo, de esos traslados azarosos del balón depende la felicidad o el sufrimiento de cientos o miles ( a veces millones) de seres humanos.
La fama del fútbol ha hecho que la vida de sus grandes figuras se convierta inmediatamente en el melodrama más intenso. Era previsible: con frecuencia el pasado del ídolo está lleno de adversidades, privaciones y fuerza de voluntad; allí se describe el paso del llano a los estadios pletóricos de aficionados. Es el típico cuento del éxito, con todos su altibajos (repentina fama, descontrol, pérdida de la fortuna y regreso a la senda del triunfo). Sin embargo, detrás de esos relatos ejemplares hay miles, millones de historias que no se completaron de la manera tradicional. Jugadores excepcionales que se quedaron al lado del camino (por cientos de razones previsibles o no tanto). Historias que compondrían los relatos más originales. De mis recuerdos futboleros de infancia y adolescencia siempre ocupa un lugar preponderante la figura de mi amigo Abraham, al que apodábamos “El Pájaro” (el apelativo se lo ganó el primer día de clases, durante el primer año de la educación primaria. Su madre lo llevó a regañadientes a la escuela, y en cuanto se vio abandonado en el aula, salió literalmente volando por la ventana. Fue el escape más espectacular que un niño de seis años podía presenciar). Evidentemente, la educación no era un asunto que le preocupara mucho, ni tampoco socializar con el resto de los alumnos. Fue necesario que alguien llevara una pelota para jugar a la hora del recreo para que todo cambiara. Durante los siguientes diez años fue nuestro héroe, llevando al equipo de mi barrio a varios campeonatos. Yo, que era un jugador de medio pelo y sin ninguna aspiración profesional, me sentía feliz de poder compartir la cancha y el equipo con él. Pero de pronto llegó el amargo tiempo de las decisiones. Todos tomamos rumbos distintos, sin saber muy bien a dónde dirigirnos, salvo “El Pájaro” que tenía varias ofertas de equipos profesionales. Para nosotros era evidente el futuro de nuestro amigo, por eso nos asombramos tanto cuando, al cabo de un par de años, lo vimos jugando en el potrero del barrio. Súbitamente abandonó la carrera porque le pareció que la profesionalización mataba su gusto por el deporte; decepcionado, montó un negocio de alquiler de películas. Casi nunca lo veo ahora, pero cuando lo encuentro en su tienda, nos ponemos a recordar sus jugadas épicas que ninguna televisora transmitió y recuperamos un poco del pasado (del suyo, del mío y de nuestro barrio).

jueves, junio 01, 2006

LA HORA ACTUAL EN LA CRÍTICA DE GRÍNOR ROJO
En agosto de 2004, y ante un auditorio pletórico de críticos, literatos y académicos de diversos pelajes: locales los unos, esto es, latinoamericanos, y metropolitanos los otros, o sea, gringos y europeos, además de términos medios: latinoamericanos que aspiran al añejo sueño de volverse metropolitanos y metropolitanos que padecen devaneos “exóticos” y exhiben un folklore local subido de tono, Grínor Rojo leyó en la Universidad de San Marcos, en Lima, Perú, uno de los capítulos de su más reciente libro: Globalización e identidades nacionales y postnacionales... ¿de qué estamos hablando? Como parte de la audiencia pude comprobar, mientras Grínor daba lectura a su ensayo, cómo ocurría algo pocas veces visto en esta clase de congresos, donde la pauta, la rutina, consistía, para los conferencistas extranjeros, en presumir e imponer la nueva jerga academicista -que entre más preposiciones “post” tenga, mejor- y para los locales, en batallar con las carencias y hacer teoría de las circunstancias. Ocurría, repito, que la conferencia sacudía las conciencias aplacadas de muchos académicos adormecidos por la rutina de sus clases; arrojaba luces sobre la situación inmediata; exhibía las falencias del discurso en boga (el que sostiene y justifica las más feroces políticas económicas y militares que padece el planeta en la actualidad y cuya fuerza ya había penetrado casi todas las esferas de discusión y reflexión), y se convertía de paso en una fuerte llamada de atención a los intelectuales que han vendido el alma de su profesión por algunos puestos empresariales. La conferencia de Rojo impactó porque obligó a los asistentes a repensar sobre el uso y abuso de ciertas herramientas metodológicas, y también porque significaba algo inusual, inusual para algunos despistados: el desafío de una visión crítica proyectada desde estos márgenes del mundo, donde para muchos no habita sino el folklore y la exuberancia. La lectura completa del libro amplía esta visión reflexiva. Rojo pone el punto sobre las íes (como ya lo había hecho brillantemente en otros trabajos: Diez tesis sobre la crítica y Postcolonialidad y nación, escrito este último en colaboración con Alicia Salomone y Claudia Zapata) en un asunto de gran polémica: el debate en torno a las identidades y al concepto de nación. Contra concepciones esencialistas, neoliberales y postmodernas, que hacen de la nación y la identidad a ratos una cosa natural, luego algo pasado y despreciable y ahora una ficción lingüística, Rojo establece un criterio agudo, inteligente, que rescata lo mejor del sujeto moderno (su capacidad crítica y comunicativa; su derecho a elegir y construir distintos tipos de identidades: individuales, particulares y generales, sin que unas excluyan a las otras) y describe sus nuevos desafíos; concuerda y discute con Habermas respecto al futuro de estos conceptos en la etapa postnacional (es decir en esta hora actual de debate en torno a la necesidad o no de los Estados-nacionales), para terminar reflexionando sobre la relación entre literatura e identidad. La aparición del nuevo libro de Grínor Rojo es un estímulo y una confianza para todo aquellos que aún creemos en la capacidad de entendimiento de los seres humanos.