jueves, julio 20, 2006


DIVAGACIONES SOBRE LA LITERATURA EN LA HORA ACTUAL O LA DIFUSIÓN Y LOS MEDIOS EN LA CREACIÓNY RECEPCIÓN LITERARIAS
Propongo como primera divagación un escenario ficticio, aunque no improbable: el debate público y masivo entre escritores y lectores. Los primeros describirían los retos, ventajas y peligros actuales de su profesión; los segundos demandarían creaciones dignas de calificar como “literarias” y propuestas acordes a sus expectativas. El resultado sería previsible: no habría mediación ni arreglo posible, porque la creación y la recepción artísticas no actúan de acuerdo a consenso sino a su propia coherencia, y de poco sirve la inmediatez que los nuevos tiempos brindan. Tal coherencia es la que indirectamente me ocupa ahora. Se habla, muchas veces sin detenimiento, de una nueva era para la creación literaria. Se nos asegura, con ciertas sobredosis de optimismo, un espacio autónomo para la literatura. Nada de lo que ocurre en este instante, se nos repite hasta el cansancio, es igual a lo acontecido en los últimos siglos, en las pasadas décadas. Los más duchos en cuestiones cibernéticas afirman y confirman la transformación radical de nuestras formas de leer, pensar y escribir. Con un discurso más cercano a la propagando que a la hipótesis teórica, se anuncia la cancelación de cualquier polémica que pretenda la reflexión contextual. Se califican como antihistóricos a los días que vemos nacer y decaer en la actualidad. Los límites geográficos se borran y el espacio pierde, en apariencia, su carga epistémica. ¿Cuál es el objeto, entonces, de sentarse a pensar sobre la propagación y el alcance de la literatura en el momento actual, si, como se afirma, ya están garantizados por los medios de comunicación? Tal vez el problema, el asunto principal, consista en que una reflexión sobre ese fenómeno contemporáneo desembocaría, invariablemente, en el terreno de la tecnología y la ciencia (y esto nos conduciría a hablar también de globalización y capitalismo), pues la gran transformación no es de carácter literario (o no completamente), sino de difusión y acceso.
Ante esta circunstancia considero conveniente reflexionar un poco sobre estos dos términos. Sugiero, pues, otra divagación. En un primer acercamiento, tanto la difusión como el acceso a un “producto” estético o literario deberían ser garantías de la educación moderna. El proyecto de la modernidad incluía, en uno de sus múltiples discursos (hoy por desgracia olvidado o tergiversado), el derecho de los individuos al goce y la formación estéticas. La literatura, como el resto de las bellas artes, estaba todavía (aunque no por mucho tiempo), afuera de los intereses mercantiles. Formaba parte de la espiritualidad de los seres humanos o, dicho más claramente, de sus privilegios. Para acceder a la literatura o difundirla se precisaba una formación previa, una educación cimentada en aquello que se conocía como buen gusto: la cultura con mayúsculas. La distinción se volvió anhelo democrático y representativo al despuntar el siglo XIX. En América Latina, la literatura tuvo un principio de proyección y un objetivo de confirmación. Independencia, originalidad y representación, tales fueron los objetivos primordiales de las letras hispanoamericanas. El deseo principal se reducía a la identificación. Se le pedía a la literatura una relación dialógica para con su referente local, aunque la acción fuera contraria. Más que reflejo, las creaciones nacionales (o nacionalistas para ser precisos) fueron planeaciones, proyectos para desarrollar una identidad todavía por definir y confirmar. Tal inercia se mantuvo hasta el arribo del modernismo que representó la primera fractura evidente entre el ideal público y la experimentación formal. Este fue el primer momento en que se condicionó el acceso a la literatura basándose en la posesión de una capacidad estética para la recepción. Los escritores buscaban lectores a la altura, identificados con sus afanes de asimilación universal y conscientes de la moderna autonomía del fenómeno literario. Cómplices en una palabra.
La complicidad decayó al mediar el siglo XX, cuando en la mayoría de los países latinoamericanos se implantaron modelos educacionales de corte masivo que permitieron un aumento en los grupos lectores. La confianza en una pronta y palpable modernización (que aquí equivalía a industrialización y urbanización) hacían de la literatura latinoamericana un territorio para la exploración identiraria y para la denuncia de las desigualdades sociales (“De La vorágine al Laberinto de la soledad” se podría llamar al recorrido). Casi todos los proyectos nacionales conllevaban alguna propuesta editorial o algún proyecto de fomento a la cultura y la literatura. El acceso y la difusión literarias estaban, hasta hace medio siglo, mediados por el espacio público y las demandas sociales. La cultura era concebida como una legítima aspiración política porque en ella se depositaban los anhelos utópicos de transformación y progreso, de bienestar y armonía. Sin embargo, la situación cambió drásticamente durante el último cuarto del siglo XX. El desencanto político y las represiones militares o paramilitares desecharon a la cultura como aspiración y la convirtieron en propaganda política y mercantil. Las luchas sociales de los años sesenta (el feminismo, la descolonización, la defensa de la democracia, de los derechos minoritarios) se transformaron durante los ochenta y noventa en tópicos de salón y en diseños para la construcción de centros comerciales.
La literatura (y pienso aquí particularmente en la literatura latinoamericana, que unos años antes se había mostrado al mundo como un todo heterogéneo) se sometió también a esta lógica rentable de las industrias culturales. Sus rituales de formación (el famoso viaje a los centros culturales donde se concentraban las instituciones y las editoriales), de creación (el escritor luchando contra un medio adverso y retrasado, característica de la condición del sujeto moderno en países “atrasados” como los nuestros), de difusión (a través de editoriales públicas o especializadas) y de recepción (la llegada a un público lector que demandaba una producción más compleja que diera cuenta de las contradicciones de la vida latinoamericana moderna) fueron suplantados por las estrategias de publicidad de las editoriales transnacionales, donde la experimentación es trocada por la fórmula comprobable.

¿Cuál es, pues, hoy la relación entre literatura y difusión? Creo que el problema aquí es la mediación; por un lado tenemos a las industrias culturales que, como recién he sugerido, poseen su propia lógica mercantilista (en cuanto a la confección, difusión y recepción de las obras literarias) y sobre la cual no voy a extenderme aquí; por otro, el espacio (casi infinito y por eso concebido como un no espacio) de la Internet (sin que esto impida que una facilite el trabajo de las otras y viceversa, y por favor piensen ustedes en todas las combinaciones posibles).
Pero antes de continuar por esta vía digital, considero necesaria una breve digresión –otra más de mis divagaciones- sobre el antecedente de este soporte mediático, ello para entenderlo en su carácter más amplio, esto es, como resultado de los avances de la ciencia y la tecnología. Para nadie es un secreto la vasta difusión que ha tenido la llamada “revolución en el campo de las tecnologías de la información y las comunicaciones” (conocidas como las TIC), dicha revuelta llevaría cerca de cuarenta años transformando la manera en que transmitimos y recibimos cualquier tipo de mensaje. Súbitamente nuestra manera de entender al mundo y comunicar dicho entendimiento ha cambiado de manera radical. Los especialistas en comunicaciones nos “informan”, en un lenguaje desaforado (muy parecido, por cierto, al que utilizaron al principio de los años ochentas los “profetas” del neoliberalismo), que estamos ante un fenómeno completamente inusual. Una lectura a contrapelo, sin embargo, revelaría en este acontecimiento la lógica particular del desarrollo de la ciencia y la tecnología occidentales. Una rápida visita a los historiadores del pensamiento científico, como Thomas Kuhn, Lakatos o Morris Berman, nos confirmaría la peculiaridad de su nacimiento: el “matrimonio” renacentista entre el racionalismo y el empirismo al despuntar la primera modernidad occidental. El rompimiento con el estatismo clásico del mundo griego y la escolástica medieval. Hegemonía del “cómo” en lugar del “por qué” y desaparición de las verdades reveladas para dar paso al pensamiento racional y especulativo. La gran revolución consistió en constatar que el mundo está a nuestra disposición no sólo para que lo contemplemos sino para transformarlo en nuestro provecho, para experimentar con él. La obsesión de Bacon de acosar a la naturaleza para que nos revele sus secretos fue aprovechada tanto por la ciencia y la tecnología como por el naciente capitalismo. Porque, y esto también lo sugiere la historiografía especializada, el surgimiento de esto tres elementos fue casi simultáneo y complementario, y resulta poco útil y hasta arriegado tomar en serio el discurso legitimizador de los tecnócratas que nos afirma hasta el cansancio que el desarrollo científico es un proceso acumulativo y autónomo (casi natural). No, el asunto no va por ahí, pues como bien señalan Thomas Kuhn y Grínor Rojo al hablar de los cambios de paradigma en la revolución científica, las transformaciones de la ciencia y la tecnológica, los “saltos” como los llaman otros, no son sino consecuencias de las transformaciones y saltos de la historia del capitalismo. Y por falta de espacio no señalo aquí sino algunos ejemplos contundentes: las carabelas y las armas de fuego en la Conquista y explotación de América, el ferrocarril en la revolución industrial, el gas mostaza en la Primera Guerra Mundial y la bomba atómica en la Segunda. Dejo en el tintero todo el instrumental desarrollado para la explotación de la tierra y el medio ambiente, y la mercantilización de los inventos “más revolucionario”: la electricidad, el automóvil, la aviación, y un largo etcétera.
Pues bien, dentro de esa larga y sinuosa cadena vendría colocarse el eslabón de la cibernética, donde se ubica Internet (solo por detrás de la telemática y la informática, es decir, después de la televisión y el teléfono). Y no hace falta señalar que, hasta el día de hoy y a pesar de su tan publicitada globalidad y desterritorialidad, Internet siga teniendo un lugar específico y reconocible de concentración (la inmensa mayoría de los sitios se ubican en Estados Unidos), un idioma hegemónico (que no es el mandarían, la lengua más hablada del mundo, sino el inglés) y una moneda circulante (el dólar). En el nuevo mercado global, donde la información y el conocimiento se han convertido en bienes de consumo, Internet se perfila como el principal medio para su venta privilegiada.

Con la siguiente divagación regreso al punto y me ocupo finalmente de la relación entre literatura e Internet. En apariencia, la red cibernética estaría libre de todos los obstáculos impuestos por la editoriales tradicionales para la publicación y la difusión de obras estéticas. Voy ahora a dar una breve lista de las “bondades” que este medio le tiene separado a la república de las letras. Primeramente estaría la reducción, cercana a cero, en cuanto a los gastos de edición y difusión de las creaciones; el correo electrónico, por ejemplo, sería una vía nada despreciable para enviar nuestras producciones a un gran número de posibles lectores. Después, aparecería ante nuestras pantallas la soñada y tantas veces añorada relación directa entre el creador y el lector. La inmediatez sería ya un hecho, y no sólo eso, sino que ahora incluso el lector podría “participar de forma activa” en las creaciones recibidas, pues las obras allí difundidas estarían muy lejos de ser las versiones finales. Testimonio palpable de la infinitud literaria sugerida por Borges. Otra características, esta sí –se nos afirma con vehemencia- completamente nueva consistiría en la propia condición del soporte: Internet es un medio tridimensional (donde tienen cabida al mismo tiempo imágenes y sonidos), y allí la tradicional lectura lineal se haría añicos ante la infinita verticalidad del monitor. Nuestra lectura ya no podría ser tradicional sino “hipertextual”, ergo la literatura dejaría de ser tal para travestirse en “hiperliteratura”, y su recepción especializada ya no sería crítica sino, como bien han adivinado, “hipercrítica”. Los libros y papeles serían bidimensionales y cosas del pasado. (Abro un paréntesis y apunto brevemente y a manera de curiosidad que las imágenes y los sonidos han estado vinculados a la literatura desde sus orígenes, y si no ¿a qué remiten el ritmo y las metáforas, por señalar rápidamente dos elementos sustanciales de la creación literaria?)
No voy a negar en estas ni en otras páginas muchos cambios y beneficios reales que esta tecnología ha traído consigo, sobretodo, y en el caso que nos ocupa, como contrapeso de la hegemonía de las industrias culturales. Pero sí voy a apuntar algunas tergiversaciones que andan por ahí navegando y que bien pueden terminar por convertirse en lugares comunes. Empiezo con el más común: la inmediatez, creo que todos hemos sido testigos de sus beneficios, pero cuáles son sus inconvenientes en el campo de la literatura. Primeramente, está el choque con la estética de la recepción literaria. Para que una obra se concrete precisa no sólo de los esfuerzos del creador o creadora, sino del distanciamiento crítico del receptor. La lectura literaria (“tradicional” o “hipertextual”) es siempre anacrónica porque se efectúa en un instante autónomo, y no inmediato. La tridimensionalidad y la verticalidad funcionan más para la publicidad (que sí es inmediata) que para los objetos estéticos; en teoría, todas las obras clásicas están al alcance de la mano para cualquier lector interesado, sin embargo su lectura llevará un tiempo mucho más dilatado, y de allí surgirá un orden diferente (cada cual forma su propia tradición, eso, hoy más que nunca, es verdad). Incluso el propio autor precisa un distanciamiento crítico respecto a su creación. Publicar textos indiscriminadamente en la red puede ser un ejercicio contraproducente (a pesar de la posibilidad de editarlos infinitamente) porque eliminaría o haría trivial una de las fases más importantes de la escritura: la autocorrección, la inicial lectura privada y severa de nuestras producciones. Y no sé si les pasa a ustedes, pero yo frecuentemente echo en falta esa lectura primigenia a la hora de consultar o leer documentos en la red.
Existe, además, la tendencia hacia la banalización de los textos (los millones y millones de textos circulantes). Como si todos fuesen un solo texto anónimo y cada vez más homogéneo, y esto porque el formato se impone a veces de manera contundente. Un blog es idéntico a otro en cuanto su condición inmediata (y su deseo inalcanzable de individualización y rebeldía). La filtración de lo privado en lo público sin la mediación ni la toma de conciencia requeridas es un engaño porque en realidad sucede a la inversa. El problema no es que Internet volviese públicos los espacios otrora privados, sino al revés: volvió privados los espacios públicos (entre ellos la literatura). Y a mí, la verdad, no me interesa esa privatización porque funciona, en la mayoría de las ocasiones, con una lógica de mercado, dejando a los afanes literarios más en la simple exhibición que en la composición.
No, el asunto no está en los medios sino en el tratamiento, en el qué hacer con ellos. Confieso finalmente y contra lo que pudiera creerse que no estoy en contra de la tecnología; me gusta Internet y la utilizo en mi beneficio (y seguramente “subiré” a la red este texto). Reconozco sus utilidades como herramienta de trabajo, pero hasta allí. Estoy consciente también de que, como todo instrumento, invento o tecnología, este soporte puede ser usado de manera contraria a sus fines pragmáticos y hasta de forma revolucionaria (como las armas sirvieron también para las independencias de los pueblos colonizados y las telecomunicaciones sirven hoy para difundir los propios excesos de la globalización) y vanguardista. Pero también creo que el gran desafío de la literatura en la hora actual es con ella misma. Ya lo dije hace tiempo y creo conveniente repetirlo ahora: sólo en la literatura se conoce a la literatura, y toda estrategia de difusión o transformación (sea digital, impresa, oral, táctil o visual) deberá partir de allí, de esa inasible coherencia.
(Ensayo leído el 6 de julio de 2006 en el II Encuentro de Escritores Jóvenes del Norte de México, realizado en el Museo Metropolitano de Monterrey)

lunes, julio 10, 2006

CARTOGRAFÍAS LITERARIAS

Recientemente me mudé a una vieja casa en el centro de la ciudad. Fue un movimiento algo extraño para mí (teniendo en cuenta la tendencia común de escapar de las ciudades y vivir en los cada vez más autosuficientes suburbios), pero poco a poco me voy acostumbrando a la convivencia con personas y negocios de diversa índole: sastrerías, ópticas, zapateros, vendedores de billetes de lotería, librerías de viejo. Habito en una estrecha calle de más de trescientos años de antigüedad, donde el pasado no es monumento sino vestigio presente. Ruinas y fantasmas pueblan las aceras. Me acostumbro a ambos y me entretengo pensando en una curiosa y anacrónica vecindad literaria. Mi casa queda a la mitad del camino que separa los hogares (hoy inexistentes) de dos extraordinarios escritores que vivieron y escribieron de manera opuesta, mas complementaria. Uno nació en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando esta ciudad era un punto perdido en la estepa desértica. Se llamaba Servando Teresa de Mier y fue el más grande mentiroso que ha dado esta región. Su propensión a la ficción le trajo múltiples conflictos con su profesión (era fraile) y su contexto (la Colonia). Sus desventuras lo llevaron a ejercer con gran éxito el arte de la fuga (durante su largo exilio europeo, en los primeros años del siglo XIX, se escapó más de cinco veces de prisión). El otro vino al mundo a finales del siglo XIX, cuando la ciudad se industrializaba de manera desenfrenada. Su nombre: Alfonso Reyes. Sencillo y grafómano, Reyes hizo de la literatura un mundo y pasó toda su vida recorriéndolo. Fue un viajero, un explorador de las letras. Ambos experimentaron en carne propia las transformaciones más radicales de su país: la Independencia y la Revolución. Aparentemente sólo compartían el hecho fortuito de haber nacido en el mismo lugar, y sin embargo había una experiencia que los unía y que yo, a la distancia, trato de entender mientras camino por las calles que ellos recorrieron alguna vez y en tiempos distintos. Los dos lucharon por concretar sus respectivas vocaciones literarias ante el mismo medio adverso. El espacio nativo era un páramo en “territorio bárbaro”, alejado de los centros civilizadores. La ficción literaria era la única salida y los dos se fueron en pos de ella. Por ello no me asombra leer en la correspondencia de Reyes, durante sus tristes días del autoexilio parisino (su padre, importante militar, había muerto en una de las escenas más trágicas de la Revolución, y Reyes, en lugar de quedarse y envilecerse en interminables venganzas políticas, decidió “poner mar de por medio”), sus afanes por encontrar, entre los libreros de la ribera del Sena, la traducción perdida que Servando Teresa de Mier hizo del Atala de Chateaubriand a principios de 1800. Buscaba, en el registro de un par que vivió circunstancias parecidas, el consuelo ante el derrumbe cotidiano (hay ocasiones en que sólo en la literatura encontramos la explicación del mundo). Son los rastros escondidos de la cartografía literaria, ese mapa que cada lector traza y que hoy intento establecer mientras camino de vuelta a casa.