lunes, octubre 23, 2006

LAS DEIDADES DOMÉSTICAS

Tomo como pretexto la última película de Almodóvar, Volver, para invocar a ciertas figuras del panteón doméstico. Imágenes nítidas, a pesar de la ausencia física. Voces que permanecen y sólo con el tiempo se vuelven más claras y comprensibles. La cinta, como sabemos o hemos escuchado, explora las profundas amistades y nexos que se establecen entre las mujeres (al interior y al exterior de la familia). Descripción muy bien lograda del tradicional universo femenino hispánico en el cual es posible reconocer personajes muy cercanos: tías, madres y abuelas, y sus manifestaciones de amistad, amor y odio. Planisferio de la vida íntima que se convierte en una forma de conducta pública. Es la sabiduría del hogar transformada en filosofía, en cosmovisión. Ahora lo entiendo como un razonamiento vivo, con carne y huesos, que trasciende las convenciones y salva los obstáculos del conservadurismo. Sobrevivir y tratar en lo posible de ser felices, vencer las distancias y la indiferencia.
Almodóvar le da, por un momento, la espalda a la España moderna (o con pretensiones de serlo) y recrea el microcosmos de los espacios interiores, de esos inmensos y blancos patios centrales, pletóricos de plantas y fuentes, de mosaicos y sillones de mimbre. Espacio idóneo para el cuchicheo y la confidencia, allí se pierde invariablemente la formalidad y todo se vuelve más cercano (tanto las alegrías como los dolores).Y poco importa de verdad si esa voces y presencias son reales o ya meros fantasmas, encerrados en nuestros recuerdos: un buen amigo nos hizo entender, después de ver la película, que de igual forma, vivos o muertos, les creeríamos, aceptaríamos sus palabras y sus consejos.
De manera inevitable me he puesto a recordar mi infancia y mi relación con estos personajes. ¿Cómo olvidar las reuniones vespertinas, cuando nuestra madre o la madre de algún primo o prima nos llevaba de visita a ver a sus tías? Un desfile interminable de besos y cariños (a veces excesivos, pero siempre bien intencionados), de preguntas y comparaciones. En ese momento todo es un poco absurdo; pero el mundo se mira desde otra perspectiva y lo sentimos más próximo, más habitable. Sólo con los años, cuando estas figuras desaparecen y nos enfrentamos a la maraña de la vida cotidiana, caemos en la cuenta de que, en esos ritos caseros, nos estaban incorporando a la tradición familiar, nos aceptaban y nos heredan sus recuerdos. ¡Lo que diera ahora por una merienda más con ellas!

lunes, octubre 02, 2006

LA GRAN BROMA SIN IMPORTANCIA
Recuerdo ahora con emoción mi primera lectura de Chéjov. Estaba en la Escuela Preparatoria, un mundo hostil y desolado cuando se tienen 15 o 16 años y ninguna idea sobre el porvenir. Tomábamos un curso obligatorio: Taller de Lecturas Literarias (TLL por sus iniciales). La profesora era, para nosotros, un bicho raro, una solterona empedernida y algo amargada (su trato hosco era de conocimiento público y en su momento rayó en lo legendario, nosotros solíamos llamarla "Polifema" en clara y directa alusión al cíclope homérico). Creo que, aunque lo deseara y muchas veces lo intenté, no podía entonces encontrar muchas cualidades en aquella mujer. Salvo una: el programa de lecturas que nos obligó a leer en aquel lejano semestre de los años ochenta del siglo pasado (confieso que a veces dudo sobre la existencia de ese tiempo, son días y horas que aparecen ante mí difuminados y confusos, marcados por el látigo implacable de la distancia). Así, la mañana de un oscuro y anodino martes cualquiera, mientras la ciudad se consumía en su propia rutina, nosotros nos dispusimos a leer, por orden directa de nuestra rígida preceptora, un breve cuento de un autor ruso que apenas habíamos escuchado. "Una broma sin importancia" se llamaba el relato (en otras ediciones lo he encontrado como “Una bromita”: el tiempo me ha enseñado a aceptar la indeterminación como parte sustancial de la índole humana) y todo en él parecía tan, tan normal que al final me quedé sin aliento. Un hombre maduro acompaña a la joven Nadeñka a pasear en trineo por las blancas y nevadas montañas rusas. Desde la cima el protagonista y narrador empuja el carro y desciende junto a la chica; mientras se precipitan cuesta abajo el hombre susurra entre los cabellos agitados de su acompañante: "¡La amo, Nadia!", la joven escucha las palabras y no sabe si las ha pronunciado el hombre o es sólo el viento que silba en su cara. Confundida y venciendo su miedo le pide a su acompañante repetir la aventura, el hombre acepta y, al descender nuevamente, vuelve a pronunciar la frase: "¡La amo, Nadia!", y así sucesivamente durante todos los días que restaban al largo invierno. El hombre jamás confesó su broma y Nadeñka, esa Nadia aludida, jamás se atrevió a preguntar, pero se hizo adicta a esa voz misteriosa: incluso parecía escucharla cuando descendía sola en el trineo. Todo indicaba que pronto el malentendido se aclararía y, sin embargo, el relato seguía y la incertidumbre crecía y con ella se expandían nuestras expectativas como noveles lectores. El cuento terminaba así, en plena incertidumbre, y nos dejaba a todos atónitos, confrontados con nuestra propia experiencia. Nunca antes había comprobado la efectividad de la literatura para interpretar la contradictoria condición humana. El desconcierto se volvió súbitamente reconocimiento. Todos los extremos estaban allí: el absurdo y las infinitas posibilidades; y todos somos héroes y villanos, Homeros y Polifemos. No sé si mis compañeros de curso experimentaron lo mismo que yo, supongo que no, pero a partir de ese lejano martes he creído comprender un poco mejor esa gran broma sin importancia que son a un tiempo la vida y la literatura.