miércoles, febrero 28, 2007

FRAY SERVANDO TERESA DE MIER O LA INVOCACIÓN PERPETUA

Fray Servando Teresa de Mier es nuestro fantasma más real; nuestra ausencia siempre presente, tangible: rastro de un espíritu de pies ligeros y pluma ágil. Su obra, casi desconocida, influye y nos determina de alguna manera, aunque sea a través de la ficción o la tergiversación. Fundador de nuestra literatura regional sin ser todavía canonizado... o reeditado. Fray Servando parece haber inventado todo: la figura de autor, el concepto de obra, la obsesión por el origen y la configuración de la leyenda personal. De un pueblo perdido en el desierto (entre la colonización y el olvido), sin imprenta ni letrados ilustres, llegó de pronto a la capital del virreinato un joven predicador que quiso jugar a ser un arqueólogo heterodoxo, y, como si nada importase, se dispuso a inventar un pasado cristiano prehispánico. Gran ilusionista: creó la nación insólita, trascendental, y en un instante la hizo aparecer sacándola de la manga, de la argumentación de su sermón de la Colegiata, ante la mirada atónita de las autoridades virreinales y eclesiásticas. Y de pronto se descubrió a sí mismo trazando un mapa distinto, estableciendo relaciones entre dos mundos distantes e imposibles. Ya nada sería igual. Era el principio de un drama personal: él se encargaría después de metamorfosearlo en una épica insurgente.
Fray Servando el desterrado; fray Servando el prófugo: ¿cómo separar la causa del efecto? Porque al final es el efecto quien determina la causa. El castigo se convirtió en acicate. La detonación de una escritura. Quisieron silenciarlo y sólo le dieron alas más fuertes a su imaginación. Le arrebataron un territorio colonizado y él lo transformó en un país probable, con destino promisorio (para ello escribió e inventó la historia de su pasado). Las circunstancias que envolvieron su vida fueron de suyo singulares. El imperio español experimentaba su decadencia y la Ilustración trasminaba en la formación de las elites criollas. Circulaban ya conceptos fundamentales: democracia, soberanía, libertad: la retórica de la modernidad en una palabra. Para defender la osada y alucinante interpretación de su sermón, fray Servando se convirtió en el primer y más grande apologista de sí mismo. El mundo y sus circunstancias le sirvieron de escenario para sus andanzas. Reportero y cronista insuperable, narró la decadencia de esa Europa impuesta como modelo de civilización. Presenció la insaciable ambición de Napoleón, vio caer la abollada y anacrónica monarquía española; escuchó las discusiones de las Cortes de Cádiz y concluyó que sólo en la autonomía era posible la discusión pública, sólo en ella sería posible reconocerse como autor, como intérprete.
Jugó a la conspiración y se convirtió en “doble agente”: luchaba por su causa individual y ahora también por la de su país ( o la del espació que en un futuro cercano podría llamar así). Se hizo masón e insurgente. Como fantasma arribó a Londres y se perdió en su neblina, sólo aparecía para hablar y opinar en torno a la realidad de ese Nuevo Mundo que nadie parecía conocer o querer reconocer. Debatió con agilidad en torno a las causas insurgentes, venciendo a un escritor y editor de oficio. Escribió la primera historia de la insurgencia hispanoamericana con pasión y rigurosidad, ligándola a sus propias interpretaciones de la esencia “mexicana”. Su lectura sorprende tanto en la actualidad como en los primeros días de su circulación, cuando letrados y caudillos (como Simón Bolívar) se preguntaban quién era ese tal “José Guerra”. Un fantasma que se manifestaba en todas las ansias de expresión de la generación insurgente. El Padre Mier, alias José Guerra, alias un “Americano”, simplemente un americano (ya sin el adjetivo “español”), pensó un buen día que ya era hora de pasar de la reflexión a la acción. Convenció, sin mucho esfuerzo, a un liberal español de luchar contra el despotismo y se embarcó en una loca aventura. Cúspide de su infortunio. No necesitamos repasar las añejas páginas de la historia patria para saber que su proyecto emancipador fracasó y que el fraile rebelde fue a dar, nuevamente, a prisión. Pero el pasaje no deja de ser singular. Nuestro autor regresaba a su patria tras largos años de exilio. Tal vez en la Nueva España ya nadie recordaba a ese joven dominico que discurrió disparatadas argumentaciones en torno a la imagen de la virgen de Guadalupe. Sin embargo, fray Servando llegaba como obispo impostor (con capa púrpura y anillo episcopal) y como el autor de la Historia de la revolución de Nueva España (libro casi intonso en estas tierras). No importaba el desconocimiento público: bastaba que él supiera de sus propios logros y alcances.
En la cárcel de la Inquisición, el autor tuvo que inventarse a sí mismo como personaje, dotarse de un pasado, de una vida llena de infortunios y adversidades. Así como sor Juana Inés de la Cruz había tenido, más de cien años atrás, que defender su vocación en una carta fundacional para nuestras letras, fray Servando tuvo que configurar y redactar las más singulares páginas autobiográficas de la literatura mexicana. Apologías, relaciones, cartas, escritos que en un futuro se convertirían en memorias. En todos ellos, el doctor Mier se convirtió en el objeto de su propia escritura. Todo allí es una defensa apasionada de su interpretación particular: la más increíble y alocada defensa del “yo”, de esa primera persona del singular que durante casi tres siglos había estado clausurada en la literatura colonial. La figura de autor aparece como iluminación repentina y contundente: un veloz instante que pretende y conquista el isocronismo con el supuesto tiempo único de la civilización occidental.
De esas oscuras celdas, apareció nuestro primer interlocutor. Él interrogaba y opinaba, a veces exageraba, a veces mentía, pero nunca desaprovechó la ocasión para hablar y manifestarse. Estaba poseído por la escritura y confiaba en su lectura de la realidad. Y en secreto, casi en silencio, entre los pliegues de sus infinitos borradores fue apareciendo un nuevo sujeto, una persona distinta. Un republicano en ciernes. La desaparición de la Inquisición en 1820, dejó su suerte en manos de las autoridades virreinales. Se le condenó a un nuevo destierro; sin embargo, él recurrió a su otra gran habilidad: la fuga. Ya antes se había despedido de su pueblo, dejando algunos textos en verdad insuperables. Súbitamente aparecería poco después en los Estados Unidos. En Filadelfia observó, conversó y discutió sobre las bondades del republicanismo. La transformación estaba completa: había dejado de ser un súbdito y se había transformado en un ciudadano en ciernes.
Con esa visión regresó al México independiente y se pasó el resto de sus días discutiendo en torno a la tipo de representatividad política. Podemos imaginarlo sin dificultad. Mirar sus desplantes, sus exclamaciones. Verlo transitar del congreso al palacio, combatiendo vigorosamente contra los afanes imperialistas de Iturbide, los excesos federalistas de los liberales, la cerrazón retrógrada de los conservadores. Nada parecía convencerle, puesto que carecíamos de todo, teníamos que inventarlo todo.
Nadie conoció a fray Servando mejor que él mismo. Anticipó su muerte y se despidió a lo grande. Seguramente sabía que nadie lo extrañaría cómo él mismo lo haría. Se despidió de todos y dejo todo listo para la configuración de su leyenda. Sin embargo, pronto cayó nuevamente en el olvido. El naciente país se convirtió en una disputa incesante, a ratos irracional. La polarización fue evidente y ya no quedó sitió para figuras singulares como la suya. Pero si sus escritos se empezaron a empolvar, su cuerpo volvió de ultratumba, momificado, para decir presente nuevamente. El morbo movió la curiosidad y de pronto surgieron las primeras biografías. Apuntes vagos que sólo fortalecían el mito naciente. Sus papeles se publicaron. Los nuevos lectores creyeron sus palabras y lo consagraron como autor y agente de nuestra independencia. Para el siglo XX ya era una figura pública, aunque todavía conservaba su aura fantasmal. Calles, estaciones, parques y bibliotecas fueron bautizadas con su nombre, ensanchando la figurada y postergando al autor. Se le determinó un rostro, una cara, un cuerpo y ya el personaje estaba completo. Era un fantasma de óleo y piedra.
Figura indómita, imposible de asir. Muchos han intentado seguir sus rastros y establecer la bitácora de su vida. Un respetable y honorable médico de Monterrey, apodado cariñosamente Gonzalitos publicó los primeros textos autobiográficos (utilizando, paradoja de paradojas, la imprenta confiscada al fraile durante su aventura insurgente. No sólo primer autor, también introductor de la letra impresa), consultó archivos e interrogó a familiares del fraile. Un joven escritor ya consolidado buscó en París, durante la segunda década del siglo XX, la apócrifa traducción al castellano de la novela Atala, que nuestro fraile se atribuyó sin más reparos en sus Memorias. (Porque su obra abarca terrenos donde la escritura nunca llegó. Es más autor que escritor. Su autoría incluye obras no escritas, cartas enviadas del presente al pasado, registros de sitios desconocidos, polémicas con seres invisibles.) Novelistas caribeños, cronistas, literatos apolillados, escritores católicos, heterodoxos. Todos querían escribir sobre él. Algunos afirman contar la verdad, otros sólo aspiran a preservar el mito. Nadie en realidad ha dado con él. Seguimos buscándolo porque en gran medida lo necesitamos. Sin él, somos un solar baldío, un punto en la nada. Queremos creer a pie juntillas en sus Memorias pero sabemos que aún falta tanto por saber y que mucho de lo que allí está es invención, fantasía sugerente. Porque fray Servando fue el mejor apologista del doctor Mier, pero también el mejor ladrón de la vida de un tal José Servando Teresa de Mier, Noriega y Guerra. Ocultó más de lo que enseñó, dejó gran parte de su vida en un vasto misterio. No quiso que lo reconociéramos sino que lo imagináramos. Evocación perpetúa: no conozco mejor fórmula para mantener la presencia de un autor desaparecido.
Carecemos de los datos precisos. Nos quedamos con su palabra escurridiza, volátil, inflamable. Y debemos aceptar esa circunstancia. Leerlo y releerlo. Descifrar sus acertijos y confrontarlo con nuestros problemas actuales. Fray Servando espera la lectura de nuestra generación, un ejercicio colectivo y heterogéneo, para ampliar más su poder significativo. Ya pasó de héroe patrio sin mácula a personaje de carne y hueso y sangre en las venas. Falta leerlo como lo que también fue: un escritor singular, un punto y aparte en nuestras letras regionales. El gran inicio de una tradición por establecerse. Invoquemos al autor para ahuyentar al fantasma de piedra y óleo.

lunes, febrero 12, 2007

MONTERREY COMO NUESTRA INVENCIÓN PERMANENTE


Monterrey surgió como una contradicción discursiva. Un trozo de papel –perdido para siempre- designó un territorio ignoto y desolador como “Ciudad Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey”. Desde sus inicios, y hasta nuestros días, la ciudad se ha construido cotidianamente como proyección hacia el futuro. Deseamos ser metropolitanos, pero nuestro sino parece ser la exclusión geográfica y cultural: todo pasa fuera de aquí, y lo que aquí sucede se pierde entre el polvo y la resolana. La “tradición” es el anhelo que los hijos intentan sembrar y cosechar retroactivamente en los recuerdos casi olvidados de los padres y abuelos. Miles de historias de encuentros y desencuentros se pierden a diario y a nadie parece importarle, como si Monterrey no existiera más que en los grandes contratos empresariales o en las actas de nacimiento y defunción. Un nombre para designar el lugar donde se nace y se muere, y nada más.
Es casi irónico: la ciudad exige la invención a diario, precisamos de la fabulación para entender nuestra estancia, nuestra pertenencia a ella, pero no podemos definirla ni mucho menos explicarla. Nuestro gentilicio, “regiomontanos”, es ya un artificio supremo de creación porque queriendo describir la condición existencial de sus habitantes se queda solamente en una maniobra literaria: es la traducción del nombre territorial, una acepción más del mismo espacio ignoto.
Nuestra historia ha sido la obsesión de un puñado de cronistas que se aferraron a su condición de testigos y herederos. No hay vestigios del pasado, sino narraciones en pos de un hilo conductor, de una coherencia pretendida y escurridiza. Los nombres de las calles céntricas honran a los héroes de la Reforma y sepultan las contradicciones locales. ¿Pertenecemos o no a eso que llaman República Mexicana? Y si pertenecemos, ¿de qué manera? Nuestra perspectiva nacional se confunde con las urgencias regionales. Salvo los capitalinos, somos los únicos que anteponemos, conscientes o inconscientemente, el nombre de Monterrey al de México. El interior empieza al sur, allá están el folklore y las costumbres que nos entretienen como turistas y nos sirven para formular nuestras eternas comparaciones.
Pero, ¿dónde empieza y dónde termina Monterrey? Durante más de trescientos años, la cartografía de la ciudad se concentraba en un centro escurridizo y acuático: los Ojos de Agua de Santa Lucía. Edificios que se alzaban y derrumbaban con extrema facilidad, calles que de pronto quedaban desfasadas. Conventos, hospitales pobres y alguna casona con cargo público hacían las veces de referencia y sobre ellas se desarrollaba la apacible vida regiomontana. Las noticias y los libros (el mundo, en pocas palabras) tardaban en llegar y no había otro recurso que la especulación y la reserva. La independencia política de México sólo avivó el debate de la pertenencia. La pluma de nuestro primer autor, fray Servando Teresa de Mier, registró la construcción primigenia de la identidad regiomontana. Allí se aceptó el gentilicio “mexicano” a cambio de respetar la particularidad de lo local (pacto que no se ha cumplido cabalmente).
Los años de formación republicana representaron para Monterrey su primera toma de conciencia. Un liberalismo singular insufló las aventuras políticas y llevó a nuestra ciudad (y al Estado) a una confrontación directa con el más importante proyecto de nación del siglo XIX: la Reforma juarista. Finalmente, la República triunfó y los anhelos de diferenciación fueron fusilados sistemáticamente. La ciudad aceptó su nueva condición, pero no se resignó a la pasividad. El impresionante desarrollo industrial finisecular procuró una modernidad material sin precedentes. Monterrey despertó de pronto con fábricas y obreros y se aprestó a definirse con base en un actividad febril que no siempre iba acompañada de una reflexión pausada. De nuevo la proyección hacia delante sin reparar en lo que dejábamos, en lo que perdíamos irremediablemente.
Así se agigantó Monterrey durante buena parte del siglo XX, con sólo una perspectiva incuestionable y sin hacer mucho caso de las voces y colores que sus escritores y artistas le prodigaban para buscar en ella refugio y reconocimiento. La vida artística y literaria, a pesar de haber sido constante hasta el delirio, no parecía tener cabida en la dinámica del trabajo incesante. Las llamas azules, vomitadas por chimeneas gigantes de acero, garantizaban el progreso sin descanso. Tal vez algún día fuimos metropolitanos, ordenados... y felices, ¿cómo estar seguros?
Pero de pronto todo cambió y nuestra idílica imagen no fue suficiente para tranquilizarnos. Los lugares comunes se desvanecieron. Y ahora los mitos ya no nos satisfacen. La ciudad nos demanda nuevas formas para perpetuarla; también nos exige, sin embargo, memoria y reconstrucción del pasado. Coherencia y consecuencia, en pocas palabras, algo que hasta ahora no hemos tenido ni en lo público ni en lo privado. Parece que por primera vez nuestro tiempo no será el futuro, sino el presente, aunque esto nos obligue a aceptar nuestras defectos y deficiencias.
Monterrey empieza y termina en cado uno de nosotros, en nuestra loca obsesión por reinventarla cada día. Es nuestra proyección inmediata.