martes, mayo 22, 2007

LA CASA PERDIDA: ALFONSO REYES Y MONTERREY

"Consuélate –me dijo-. Acuérdate
que, después de todo, allá
en Monterrey, te queda algo sólido
y definitivo: Tu casa, tu familia
y tu padre.”
Alfonso Reyes: “Oración del
9 de febrero”

Vivir la ciudad; escribir la ciudad. ¡Qué trecho tan largo entre una acción y la otra! La primera implica movimiento continúo, asimilación inconsciente; la segunda, distanciamiento y reinvención (porque, aclaro, describir, o mejor: escribir sobre y desde la ciudad es empeño de cronistas, creadores y memoriosos, bello y tal vez iluso afán fotográfico. Pasión de enamorados no correspondidos). Escribir la ciudad es una forma de palimpsesto, puesto que toda urbe es en sí un texto en perspectiva doble. Y esa dualidad va más allá de la diacronía o trayectoria histórica y del acontecer presente o sincrónico. Escribir la ciudad es leerla y leerse dentro de ella. Encontrar o inventar las raíces profundas que nos atarán a algunas de sus calles, de sus rincones, muy pocos en realidad, porque la ciudad no reconoce a nadie. Es historia de amor y desamor en una sola dirección.
Pero, sobre todo, escribir la ciudad implica necesariamente la experiencia de la modernidad. Esa contradicción insalvable entre progreso y memoria, entre ambición y nostalgia. Se precisa, pues, de un instante de cruenta conciencia. Yo no encuentro mejor ejemplo de tal epifanía, que la relación que Alfonso Reyes comenzó a forjar con el suelo natal a partir de los momentos más aciagos de su vida. Y lo digo teniendo como referencia el espacio vacío que es hoy la otrora casa de Degollado, aquélla sobre la cual nuestro autor confesaba con el corazón el mano: “No he tenido más que una casa. De sus corredores llenos de luna, de sus arcos y columnas, de sus plátanos y naranjos, de sus pájaros y sus aguas corrientes, me acuerdo en éxtasis.” Evocar esas palabras y pararse sobre la plancha de cemento y polvo que ha sepultado para siempre esas paredes, conlleva la sensación contradictoria que animan estas líneas. Con ellas, me gustaría ensayar una lectura a contracorriente y alejarme por un momento de los trillados discursos consagratorios, de esa retórica vana que celebra, sólo por celebrar, la condición regiomontana de Reyes y lee los textos alfonsinos sobre Monterrey como documentos realistas, fieles, y no como la consecuencia de un profundo desequilibrio interior. De allí que no me detenga en la enumeración y descripción de los poemas y ensayos más socorridos. En esta ocasión me quedaré en el reverso.

Reyes “descubre” Monterrey cuando el universo primigenio comienza a desmoronarse. Porque, antes de avanzar irremediablemente al precipicio del destino familiar, el joven Alfonso vive la ciudad, la habita y la incorpora a su descubrimiento del mundo. La vida, entonces, no es complicada para el poeta en ciernes y sin complicaciones accede pronto a los beneficios de su condición. Es el “príncipe” de un reino “doméstico”. Sin embargo, muy pronto descubre, gracias a su perspectiva privilegiada, las limitaciones del entorno. Él lo sabe: su destino está en otra parte. La vocación lo llama y el joven Alfonso la sigue sin dudar. La estrategia es simple: Reyes parte a la ciudad de México a completar sus estudios; la consecuencia, compleja: con ese desplazamiento físico, comienza la transformación interior, la gestación de su vida literaria. De manera literal y a la vez metafórica, se traslada de una provincia a la capital del campo literario. Allá están las modas y las discusiones, los libros y las charlas incendiarias. México es un país alejado de los centros culturales, sí, pero en la capital se puede soñar con ser contemporáneo del mundo, con vivir la hora actual y ser testigo del devenir histórico. Es el momento de la conciencia, del alumbramiento...
El distanciamiento había comenzado. Ya no era habitante de su casa, sino un desconocido que vaga por la gran ciudad. Los posteriores retornos a Monterrey, durante las vacaciones, sólo incrementan ese extrañamiento. La comparación será, a partir de aquí, siempre negativa: pueblo sin libros, sin tradición, sin interlocutores. “En fin - le comentará Reyes a su amigo Pedro Henríquez Ureña, en una de sus primeras cartas escritas desde Monterrey- lo que yo me temía: ya no estoy dentro de casa”. Es cierto, ya ha perdido el hogar, ahora deberá reinventarlo.
La relación con el padre, fundamental en su obra y su vida, también está presente y de manera contundente. Monterrey es, en muchos sentidos, sinónimo del progenitor. Proyección nítida del general. La épica resiente del pueblo se asocia a la biografía de su gobernante. Imposible, para el hijo, no asociar esos dos nombres. La presencia del padre era palpable en la ciudad. Su dinámica actual, su ansia de modernización, tenían la rúbrica de Bernardo Reyes. Nuevos bulevares, fábricas , cárceles y plazas eran extensiones de su presencia. El primer desencuentro de Reyes con su ciudad natal es el inicio del distanciamiento con su padre. Y no hablo aquí solamente de confrontación, sino de diferenciación. La conciencia del hijo implica necesariamente el saberse otro con respecto a su padre. Esta encrucijada sólo puede resolverse con la determinación del camino a seguir. Ser la prolongación del general, o ser el escritor Alfonso Reyes. La decisión parece fácil, pero no por ello es menos dolorosa.
La caída de la estrella política del progenitor es el detonante de la pérdida. El exilio disimulado de 1909 (donde el general cumple un “encargo diplomático” en Francia), o las elecciones de 1910, confirman la decadencia del reyismo. Porfirio Díaz cerró su juego de manipulaciones dejando fuera al gobernador de Nuevo León. Todo será diferente a partir de aquí. “La oración del 9 de febrero” es uno de los documentos más conmovedores de la producción alfonsina. Allí Reyes habla con el corazón en la mano. Imposible no conmoverse ante tal sinceridad. Y sin embargo, el texto sirve también para marcar una diferencia. A su manera, es la respuesta del hijo ante el ejemplo del padre. El General Reyes decidió su destino, su hijo el poeta hará lo propio. Cada cual por su lado obedecerá a su vocación haciéndose cargo de las consecuencias. Pocas ocasiones nos ofrecen tal posibilidad, distinguir nítidamente dos vidas dentro de una misma familia. El hijo evoca la figura del padre a través de la presencia viva del dolor y mediante la invocación de la ciudad. Difícilmente encontraremos escritura más intensa. Reyes posee el don, o la maldición, de Casandra. Es capaz de advertir el cruento desenlace, pero nadie parece escucharlo (su padre menos que nadie). Es la dolorosa ironía de la inteligencia. Su condición de sujeto moderno lo hace saber. Él está enterado: el tiempo político de su padre ha terminado. “Él me llevaba más de cuarenta años, y se había formado en el romanticismo tardío de nuestra América. Él era soldado y gobernante. Yo iba para literato.” Estas palabras, tomadas de la “Oración del 9 d febrero”, anuncian el fracaso: el fallido intento de convencer al padre de dejar la vida pública y retirarse a escribir sus memorias. El general, a su modo, le dará la última lección a su hijo: la consecuencia entre vida y obra. Morirá cumpliendo su destino.
A través de los espacios natales y la figura paterna, Reyes construye su identidad y la confronta con su condición de sujeto nacional. Lo mexicano es en él una etapa intermedia entre lo local y lo universal. Gran lección: la identidad es un amplio espectro que admite todo tipo de reconocimiento y rechaza cualquier imposición de corte esencialista o racial. Somos nosotros, los individuos, los que tenemos el derecho de identificarnos con nuestros pares, de discernir y discutir con ellos. En varias ocasiones, el autor de Visión de Anáhuac hablará de la necesidad de que nuestras sociedades tengan una eficiente circulación interna y una eficiente respiración internacional. La nacionalidad es, para él, una forma digna de vecindad en el mundo. Y ello a partir de su relación literaria con Monterrey. Tal experiencia se convierte, así, en un extraordinario manual de civismo internacional. ¡Cuán distinto sería el mundo y su condición actual si hubiésemos ejercido la ciudadanía de la manera en que Reyes la sugiere! No encuentro una frase para definir su condición humana que una tomada del ensayo Ariel de José Enrique Rodó (libro consentido de nuestro autor): “sujeto no mutilado de humanidad”.

Monterrey comienza, pues, a cobrar, en la lectura y la escritura de Alfonso Reyes, dimensiones literarias. Es el paraíso perdido, el efímero reino de la certidumbre y la seguridad. La realidad es un relámpago fulminante: su pasado, su casa y su padre, son ya territorio irremediablemente perdido. Nunca los recuperará, a pesar de la presencia todavía viva del general y la posibilidad del regreso físico al terruño. Tendrá que inventarlo todo en cada trazo, en cada palabra escrita. Monterrey ya no será el remanso vacacional ni la provincia llena de carencias y desencuentros literarios, será una zona sagrada porque ya no pertenece al presente. Será pasado y posibilidad de futuro.
Y todo se incrementó durante esos “días aciagos” que detonaron la redacción de su diario en septiembre de 1911, o tal vez antes, cuando escribió su “Romance de Monterrey” en febrero de ese año. Allí evoca la ciudad y la convierte en su propio origen. Esa “Fábrica de la frontera”, obra, en su lectura, del tesón y la disciplina, bien podría ser un modelo de conducta. Era también el mejor argumento para defender a su padre (de sus enemigos y del propio general, quien estaba a punto de iniciar su disidencia y rechazo a la inminente transformación nacional: la revolución maderista).
A partir del triunfo de Madero, la familia vive literalmente acuartelada, y Reyes aprenderá a dormir con un rifle junto a la cama. El sendero se ha bifurcado. Alfonso es para ese momento el autor de un libro de ensayos. En esa miscelánea de textos se anuncian las diversas facetas de su escritura. Los ensayos son, en conjunto, la descripción de un mapa a seguir. Pero detrás de esas páginas están, el dolor de la incertidumbre y la premonición del desenlace trágico familiar.
A partir de aquí todo se precipita y febrero cae como un huracán negro dejando en su estela desolación y sentimientos encontrados. Reyes supo ver en la muerte de su padre un signo funesto que abarcaba a la nación entera. La partida a Europa en 1913 marca la clausura del país y el renacimiento del espacio natal como soporte ante la adversidad. A partir de aquí, Monterrey (o mejor: la imagen, la creación que esta palabra evocará) será su remanso, la casa perdida en la realidad (y ganada para la literatura) lo acompañará en sus derroteros.
La ciudad ingresa al reino de la memoria y la escritura. Testimonio y creación literarios de extraordinarias dimensiones. Aquí Reyes selecciona los momentos fundamentales en su formación como sujeto moderno y los trasforma en capítulo de una obra universal que tiende a la unidad. Y la memoria parte, como hemos visto, del terruño. La casa paterna, la de campo. Corredores, arcos, sombras, luces y resolanas. Impresiones primigenias que lo acompañarán toda su vida y serán, a un tiempo, los cimientos de su particular visión e interpretación del origen de su condición. Monterrey cobra una significación especial y espacial en la obra de Alfonso Reyes. Ensayo la descripción de una posible evolución, sería así: territorio natural en la niñez, conflictivo en la adolescencia (cuando decide ser, como señalé al principio, un escritor moderno y la ciudad no le ofrece más que un provincialismo evidente) y nostálgico e idílico en la adultez. La ciudad será un referente sustancial en su obra y él se encargará de dotarlo de sentido, de conectarlo con el espacio nacional y el universal.
En tal sentido, no sería arriesgado afirmar que el Monterrey alfonsino no es sino una proyección literaria, ciudad ideal que contrasta con la caótica urbe contemporánea. Manifestación lejana de un deseo de coherencia y armonía. Tal vez esa sea la lectura urgente de la hora actual. Porque detrás de esa invocación constante, se encuentra la historia de nuestro desarrollo moderno, la contradicción de nuestra vecindad de caníbales. Leer esa producción ahora debe o debería representar un desafío: aceptar la tácita protesta alfonsina y buscar el equilibrio entre el progreso y la memoria, combatir la violencia con palabras (ser al mismo tiempo el general y el poeta: acción y reflexión, voluntad y conciencia, fuerza y creación). No podremos nunca reconstruir la casa de Reyes, pero sí evitar que el concreto termine por devorarnos a todos. Y tal vez eso sea ya una ganancia.

lunes, mayo 07, 2007

LA BATALLA DE LAS LETRAS (A PROPÓSITO DE UNA INQUIETUD DE AMANECER. LITERTURA Y POLÍTICA EN MÉXICO, 1962-1987, DE PATRICIA CABRERA LÓPEZ)

La literatura es fenómeno de índole diversa, particular y general a un tiempo. Por su condición contradictoria, concentra un sinfín de definiciones opuestas. Con facilidad se transforma en algo abstracto: neblina difusa, inasible. Pero también se convierte en lo opuesto: experiencia concreta, tangible. El espacio de convergencia de estos polos es lo que nuestros ancestros llamaban “República de la letras” y los contemporáneos, “campo literario”. Para los primeros la designación era una proyección de sus deseos de igualdad, una suerte de democracia literaria que se desmoronaba ante la realidad: más que república, reino, monarquía letrada dotada de imperios y colonias, de lenguas literarias y dialectos folclóricos. Para los segundos, el campo es el espacio donde interactúan las diversas fuerzas y agentes. Un interregno entre las distintas esferas sociales y políticas, y las tradiciones, escuelas, movimientos y cánones literarios. Universo acuso que se desplaza en círculos y lucha constantemente por mantener su sospechosa autonomía. Batalla por la legitimación, por la conquista de un sitio social que tiende continuamente a perderse, diluyéndose en las contiendas cotidianas por la supervivencia. Mirar la literatura desde esa trinchera implica reconocer una amplia posibilidad de enfoques críticos, y no sólo eso: porque quien mira es también mirado y nadie está afuera de su circunstancia.
La idea de campo otorga, o mejor dicho: reconoce, una dimensión que la misma literatura se esfuerza por esconder: su carácter histórico. El gusto literario tiende a borrar las condiciones que propician su hegemonía; sus estrategias, verbigracia: la configuración de cánones, la sutil imposición de estilos y géneros, apuntan hacia la inmanencia del fenómeno. Su anhelo más preciado es eliminación temporal en aras de la permanencia. El dominio de las palabras sobre las circunstancias. Ante la supuesta supremacía del carácter lingüístico del texto literario, esta perspectiva crítica contrapone las dimensiones estéticas e ideológicas de la obra. Su carácter heterogéneo (su condición multi y transdisciplinaria) permite entender las relaciones de poder en términos de hegemonía, y no ya de dominación o de cualquier otra determinación de corte esencial. La descripción de los desplazamientos al interior del campo literario y la relación de éste con instancias “más amplias”, como el campo cultural, permiten entender a la literatura como un fenómeno complejo que va más allá de la típica asociación entre autores y obras. Siempre hay algo más allá de lo inmediato.
Pero el aporte principal, según mi opinión, reside en la reflexión de la literatura desde la circunstancia de su gestación: extraordinaria posibilidad de leer de manera alternativa las relaciones regionales, nacionales y universales del fenómeno. En el caso particular de Latinoamérica, esta visión crítica ilumina la peculiar apropiación de los principales discursos de la modernidad y su rearticulación en la reflexión intelectual y la producción artística y literaria.
De allí mi alegría ante la aparición del libro Una inquietud de amanecer. Literatura y política en México, 1962-1987, de Patricia Cabrera López. Investigación a un tiempo rigurosa y amena que arriesga juicios y provoca diálogos: invita, en una palabra, a reflexionar sobre uno de los periodos más convulsos de nuestras letras. El título, tomado de una respuesta de Alfonso Reyes (el primer gran intérprete de las pulsaciones de la vida cultura en nuestro país) a una nueva generación de literatos que lo confrontaba (perpetuando el “inocente” gesto parricida de los jóvenes), anuncia la voluntad de ruptura y el comienzo de la batalla. Cíclica voluntad revolucionaria. El resto es la confrontación directa con las prácticas políticas y la circunstancia histórica. Debate fundamental cuya inercia llega hasta nuestros días y hace las veces de soporte de la frágil coyuntura actual.
El primer acercamiento conlleva el cuestionamiento por el corte temporal. ¿Qué ocurre en la literatura mexicana en esos veinticinco años? Un cuarto de siglo puede ser poco tiempo para la historiografía literaria, pero en este caso representa un periodo intenso, pletórico de cambios y desplazamientos. He hablado de cambios, debo añadir ahora que tal vez el principal de ellos –detonante principal de esta investigación- se dio al interior del campo literario. Me explico ahora y para ello recurro a una breve digresión.
La literatura mexicana puede leerse como un proceso heterogéneo, una búsqueda particular de autonomía y legitimidad. Surgida como parte de la condición colonial, sus primeras manifestaciones buscaron la insurgencia cultural. En ella, en la literatura, se proyectaron los ideales liberales que dotarían de sentido a la república independiente: identidad nacional, representatividad y, por ende, la originalidad de un pueblo nuevo. A diferencia de Francia, donde Victor Hugo podía proclamar ufano que el romanticismo era el liberalismo en literatura, esto es, la consecuencia de una realidad política, nuestros primeros autores debían primero convertir en ficción -narrar- los proyectos nacionales antes de instaurarlos en la práctica. La literatura era esencialmente una función pública, sea como difusora de los ideales, sea como educadora de una nación que todavía no tiene plena conciencia de que lo es.
Los primeros esfuerzos de autonomía surgieron con la pluma de los modernistas. La circunstancia era otra, las letras habían perdido hegemonía en el espacio público y los escritores se consagraban a la experimentación y al deseo de asimilación con las principales metrópolis occidentales (fuentes del prestigio cultural). El primer planteamiento crítico sobre la cultura (incluida en ella, desde luego, la literatura) y su función en el Estado lo realizó la generación del Ateneo de la Juventud durante la los primeros años del siglo XX. Era gran debate sobre la constitución de un Estado estético, reformador de las nuevas generaciones. La Revolución postergó, pero a la postre incorporó estás demandas como parte de su proceso de institucionalización. Hablo desde luego del proyecto cultural de Vasconcelos y de la apertura de espacios para la especialización cultural y su difusión más o menos masiva. El Estado (con su retórica revolucionario) se convirtió en el gran mecenas de vida artística e intelectual.
Pero al despuntar la década del sesenta todo comenzó a cambiar. La peculiar (y muchas veces deficiente) modernidad mexicana daba sus primeros frutos: una creciente clase media, nuevas posibilidades para el desarrollo profesional (alejadas de la burocracia y el gobierno), el surgimiento de proyectos editoriales y periodísticos privados e independientes y una actitud más crítica con el gobierno y su política antidemocrática. El mundo también se transformaba vertiginosamente: Occidente perdía sus últimas colonias y el planeta se dividía sin tapujos entre países prósperos y subdesarrollados; la Revolución Cubana abría una alternativa tangible al destino de las naciones latinoamericanas y la izquierda occidental se diversificaba ante la petrificación del modelo soviético.
Tal es la circunstancia que envuelve la investigación de Cabrera López y de allí su interés por estudiar el campo literario mexicano y su relación con el poder y la izquierda. Porque, a la distancia, se tiende a la homogenización y se suele aglutinar en un solo adjetivo a un grupo muy diverso de creadores y críticos. Una inquietud de amanecer indaga en las diferencias de estos grupos asociados con la izquierda política y sus relaciones con el poder; describe sus estrategias y maniobras para alcanzar y ejercer el “dominio” en el ámbito literario y cultural a través de la producción y distribución de capital simbólico. Desplazamientos físicos y metafóricos –interacciones o, como menciona nuestra autora: “movimientos simbólicos”- que revelan una discrepancia profunda al interior. Proyección prístina de los conflictos sociales.
Entre otros asuntos vitales, se estaban debatiendo las funciones de la literatura y del escritor (y del intelectual por supuesto) en la nueva coyuntura histórica. ¿Cuáles son sus obligaciones sociales? ¿Cuáles sus estrategias para construir una nueva sociedad y salvarla de los principales riesgos: la alineación, el imperialismo y la banalización burguesa? ¿Hasta dónde debía llegar la autonomía? ¿Cómo hacerse cargo de la ideología? Era un problema de fondo y de medios también, pues el cuestionamiento incluía a los aparatos de comunicación cultural: principal vía en aquellos días para la expresión intelectual.
El primer debate confrontó, básicamente, a dos generaciones. La de los “mayores”, educados bajo el nacionalismo revolucionario y miembros casi todos del sistema (veteranos narradores de la Revolución, educadores de añeja filiación vasconcelista, artistas obnubilados todavía por la estética del muralismo) contra los “jóvenes”: grupo iconoclasta que rechazaba, en lo literario, la fijeza forzada del realismo y la temática ajustada a los asuntos nacionales en una actitud de “antisolemnidad desacralizante”; y en lo político, demandaba nuevas formas de representación política: criticaba la retórica revolucionaria y la confrontaba con los alcances de la Revolución Cubana. Nacionalismo versus universalismo, lo define atinadamente nuestra autora. Pero también, y como bien lo señala cabrera López, dentro de esta novísima oleada de creadores e intelectuales las diferencias se agudizaban al interior del campo literario. Diversas ideas sobre las letras y el papel del escritor pugnaban por legitimarse y regular el habitus o las prácticas convencionales de la vida cultural.
El suplemento La Cultura en México, dirigido por Fernando Benítez, se convirtió en el medio de mayor prestigio para las recientes voces críticas. Desde allí se pugnó por la renovación cultural y el cambio de mandos. Pero, en general, la diversidad asomaba por todas partes: los jóvenes tomaban la palabra, o mejor: expresaron su palabra. La cultura juvenil aumentó la desacralización del arte y de la burocracia cultural. Ideología de lo inmediato y rechazo a la tradiciones. Hablar para ellos era ya una forma de queja y toma de distancia; tal vez esta generación juvenil fue la primera en advertir (y padecer) la hegemonía de los grupos en disputa y sus respectivas cláusulas de exclusión. Su crítica alcanzaba por igual a “buenos y malos”.
El 68, intra y extramuros, significó el parte aguas en la vida literaria y cultura mexicana. Primero por la demostración de voluntades (un abanico de expresiones subalternas) y proyectos distintos al poder y a la izquierda ortodoxa. Segundo, por el unitario rechazo a la respuesta autoritaria y violenta del gobierno y los posteriores desplazamientos, que fueron desde la radicalización opositora hasta la incorporación en espacios oficiales.
Los años setenta marcaron una década heterogénea, signada por una paulatina censura gubernamental y por la aparición de novísimos actores políticos y literarios. El ámbito occidental experimentaba la revisión crítica anti-humanista de los postestructuralistas, el feminismo redefinía sus postulados teóricos y sus prácticas sociales, y los intelectuales del llamado “Tercer Mundo” ensayaban, desde su condición postcolonial, una crítica revisionista a las metrópolis y sus proyectos modernizadores; la Revolución Cubana experimentaba las consecuencias del caso Padilla. En México, la disputa entre los nacionalistas y los universalistas cambiaba y se concentraba en las diferencias y discrepancias entre los últimos. La radicalización comenzaba y las mafias se definían y marcaban distancia. Por un lado, Octavio Paz hacia ostensible su poder legitimador en la revista Plural; por otro, Carlos Monsiváis intentaba dar cuenta de la particularidad histórica de la época, describiendo sus síntomas, desde el suplemento La cultura en México. El primero se desmarcaba definitivamente de la izquierda, y el segundo trataba de rearticular el discurso crítico desde esa tendencia y volverlo mucho más amplio e inclusivo.
La polarización sólo hacía patente la gran tragedia: la ausencia de lectores, y me refiero aquí a lectores críticos que interactuaran en el campo literario y demandaran una relación más horizontal, democrática, y una representación más cercana. Ante tal silencio, los intelectuales o creadores caían, y aquí me permito parafrasear a Gayatri Spivac, en la práctica constante de hablar por los “que no tienen voz” (en realidad no tienen espacio para emitirla) y de imponerles sus demandas e inquietudes. Sin los lectores suficientes, los grupos se disputan las principales fuentes de financiamiento. De allí que el Estado continuara siendo el principal patrocinador de las empresas culturales.
El campo se convierte en cerco, en territorio minado y cubierto por la neblina de las insinuaciones y los ataques indirectos... Hay un pasaje en Los detectives salvajes, tal vez la mejor novela latinoamericana de los últimos años y cuyo trasfondo es el habitus literario estudiado por Cabrera López, que revela maravillosamente esta concentración de hegemonía. Se alude en la novela de Bolaño a la intención de los protagonistas, los escritores marginales Ulises Lima y Arturo Belano, de secuestrar a Octavio Paz. Maravillosa alegoría del deseo de asaltar al canon y de instaurar una lucha por la revuelta estética.
En este apartado, Una inquietud de amanecer se convierte en un extraordinario planisferio: el registro de una riquísima heterogeneidad que pocas veces había sido estudiada por la historiografía literaria. Es el pasado inmediato que confirma el cambio de coyuntura histórica: periodo distorsionado por los actores principales de la circunstancia actual ( o peor aún: negado y desconocido por sus propios protagonistas).
Luego vinieron los días de crisis, de golpes contra la libertad de expresión. Represión y marginación de las voces disidentes. El panorama mundial también se modificó drásticamente: América Latina se pobló con dictaduras de corte fascista; el bloque comunista perdió más legitimidad; la política exterior norteamericana se endureció. Los años ochenta representaron un interesante paradoja: el protagonismo de los marginados. Ante la paulatina pérdida de los auspicios oficiales, surgieron interesantes propuestas alternativas. Comenzó una autocrítica del pasado reciente. La sociedad civil ganó protagonismo tras el sismo del 85. sin embargo la crítica pública perdió autoridad a causa de la manipulación mediática. La controvertida “globalización” causó un cambio profundo en el campo literario al desplazar el rol protagónico de las instancias públicas y de las editoriales independientes, e imponer las demandas e intereses del mercado. El tradicional centralismo cultural mexicano se transformó en la difusión y venta de la literatura mexicana con base en fórmulas bien establecidas. Surgieron así conceptos como la “Literatura del Norte”, las “Novelas del narcotráfico” y otras novedades por el estilo. La hegemonía de las industrias culturales ha afectado el habitus literario, cerrando espacios para la polémica y las discusiones críticas. La función de los lectores también ha sido trocada, en apariencia, por la simples consumidores. Nuevas batallas se avecinan.
La noche no es eterna: el tamaño de la adversidad no impide la reflexión y las lecturas alternativas. La aparición de Una inquietud de amanecer confirma el esfuerzo por revisar críticamente nuestra historia literaria y alienta futuros acercamientos. Después de todo, la inquietud de amanecer permanece e incluye esta vez, para salvarla de la peligrosa rutina, a la reflexión crítica.