jueves, diciembre 06, 2007

Iluminar la ficción o imaginar la razón

He leído en alguna parte lo siguiente: la imaginación es, en esencia, subversiva porque muestra mundos posibles; la lucidez, en cambio, "ilumina lo que muere". El entendimiento llega tarde, demasiado tarde, cuando los campos han sido arrasados y las ciudades devastadas. Cuánto dolor, si uno vuelve la mirada y se detiene a contemplar. Tal vez Walter Benjamin lo entendió todo al final y por ello decidió irse, largarse del mundo para confirmar la sinrazón de la realidad. También el suicido de Virginia Woolf fue un acto de lucidez extrema (y no de imaginación literaria): el paso de la creación a la crítica. Podemos aferrarnos a un deseo, convencernos hasta el delirio de que hemos tomado la decisión correcta, encontrado la pareja ideal y construido el hogar perfecto. Y, sin embargo, la duda permanece, a veces oculta, a veces tan nítida como los días nublados. ¿No será que a menudo confundimos imaginación con entendimiento? Nos entusiasman las sombras proyectadas sobre el papel de china, pero no percibimos la materia que las origina. No estoy seguro de que podamos percibirla. Yo mismo siento que no estoy sino recurriendo a la imaginación para tratar de entender. El conocimiento es, después de todo, la proyección de un deseo inasible. A veces lo peor es creer que la ficción es realidad; a veces es la única forma posible de salvación. O quizá, y como bien lo sugirió Kafka, la realidad es simplemente una ficción posible. Vano esfuerzo por establecer el origen de algo, su posterior desarrollo y el posible desenlace. Es preciso vivir con lo que tenemos. De allí mi admiración ante la confesión de Elías Canetti, un escritor que vio de frente la cara del horror. Al recordar su vida, una vida ligada invariablemente al siglo XX, decía: “Existen pocas negativas que yo no haya dicho del hombre y de la humanidad. Y a pesar de todo me siento tan orgulloso de ambos que sólo odio realmente una cosa: su enemigo, la muerte.” Ha sido la muerte quien ha poblado las páginas de la literatura: desde las cruentas batallas alrededor de la amurallada Ilión (no hace falta recordar el epíteto de Héctor, primer personaje netamente humano de la literatura griega: “ matador de hombres”) hasta el negro abismo que succiona todas las palabras de 2666, la novela póstuma de Roberto Bolaño. Pero allí radica la extraordinaria contradicción: la escritura, en gran medida, sobrevive a la muerte, a pesar de que es ella quien la impulsa. Toda obra literaria es, pues, póstuma: al surgir no sólo nos abandona sino que en cierta medida nos crea, nos antecede. He aquí el abismo que separa a la imaginación de la lucidez. Son dos tiempos confrontados: un verbo conjugado en subjuntivo y otro en pasado perfecto. No deja de ser elocuente que ninguno de los dos tiempos dé cuenta del presente... ¿Cuál es el tiempo de ahora? Salvador Elizondo agotó páginas y más páginas para dar cuenta de la crónica de un instante, el resultado: la proyección de un suplicio que es uno y es todos. Pero el instante se desvaneció antes de ser perpetuado. En términos amplios esta disparidad sería la alegoría de dos formas dispares de entender al mundo: la filosofía y la literatura. Durante la antigüedad, la filosofía contenía toda forma de creación. Platón subordinó (eterna pretensión de control) a la poesía y la condenó a ser una mero reflejo mimético; Aristóteles le inventó funciones públicas y beneficios morales. Sin embargo, poca utilidad podemos sacar de la literatura, al contrario: creo que ella nos traerá infinidad de dudas. Pero sin ella, nueva paradoja, llegaríamos a la locura de la razón y al imperio de las verdades (ya hemos vistos sus oscuros límites: Auschwitz, Irak). Nuestra condena seguirá siendo la misma: entender todo al final. Nuestra esperanza: no perder nuestra capacidad de imaginación.