viernes, mayo 30, 2008


El concierto que tal vez no fue. Bob Dylan en Monterrey


La función está a punto de iniciar, las luces se han apagado. El público, predispuesto a responder a la más mínima provocación, espera impaciente la primera señal de diálogo. De pronto, la música estalla como un globo reventado lleno de confeti, al poco tiempo la nube de estridencia comienza a disiparse y los versos de “Rainy day women nos. 12 & 35” se distinguen entre los acordes de las guitarras. Reconocemos la voz, esa voz lastimera e inconfundible, pero no encontramos el rostro. Dylan apenas se distingue de sus músicos por su traje oscuro y su sombrero blanco (ellos visten de riguroso gris, como una banda de colegio). Dylan no mira a la audiencia, mantiene la vista baja y el rostro pegado al micrófono.
El escenario es austero sobremanera, un pequeño cuadrilátero iluminado por luces blancas, pálidas (parece, en conjunto, la escenografía de un interrogatorio policial), sobre el suelo se distingue una rosa de los vientos: esta noche el lugar de encuentro de los cuatro puntos cardinales es aquí. Las pantallas están apagadas; no hay cámaras ni fotógrafos. ¿Quién dará cuenta del acontecimiento? Bod Dylan está tocando por vez primera en Monterrey. Luego de tanto años; luego de tantas cosas. Y en un 29 de febrero, un día que durante tres años no existe. Supongo que la impresión que causa en el público su figura es la fugacidad. Parece un fantasma que apareció de pronto. Nadie lo vio llegar ( y nadie lo verá marcharse).
Una canción termina e inmediatamente principia otra. No hay pausa para socializar: Dylan toca y canta como si estuviera solo, en la intimidad de su casa. La sensación es extraña, pero interesante. Un acto público –el concierto- se transforma en algo privado. Y nosotros pasamos de audiencia a la condición de invitados. Nuestra única obligación radica en no molestar al intérprete, debemos dejarlo ser. Él desea contarnos algo, o mas bien, precisa la confesión, y para poder confesarse necesita de nuestra contemplación, y nada más.
El desfile de canciones “desconocidas” (la mayoría procedente del último álbum: Modern Times, de 2006) continúa y poco a poco el público comprende y deja de exigir números consagrados. En realidad, nosotros no vinimos a verlo, él vino a cantarnos. No hay añoranza del pasado, Dylan está reinventando el presente, alargándolo como si fuese un solo instante lleno de continuidad, como si ahora mismo hubiera escrito “Like a Rolling Stone” (al menos eso sentimos al escucharla: suena como si la estuviera componiendo en este instante. ¡Gran prestidigitador! ). Así ha sido siempre: las transformaciones son la constante. Entre un disco y otro, un abismo. De The Freewheelin’ Bob Dylan (1963) a The Times They are A-Changin’ (1964), y de Another side of Bob Dylan (1964) a Blonde on Blonde (1966), pasando por Bringing It All Back Home (1965). ¡Cuánta distancia en apenas tres años!
Hoy están aquí todos los Bob Dylan: el muchacho que llegó al Village de Nueva York al iniciar le década de los sesenta; el lector de Kerouac y de Ginsberg, de Rimbaud y Verlaine; el rebelde de un pueblo perdido en Minessota; el artista de vanguardia que renovó el significado de todas las tradiciones musicales norteamericanas; el poeta; el biógrafo de sí mismo. Este ser múltiple arribó a Monterrey como la estela de un cometa del siglo XX (antes habían pasado por aquí –siempre de paso: Monterrey “está en el camino”, pero nunca es el destino final de nadie- Caruso, Graham Green, la generación Beat, los asesinos y protagonistas de A sangre fría, y tantas almas perdidas). Una estela que alcanzó a refulgir por casi dos horas dejando, a guisa de despedida, una versión en blues de su primer “éxito”: “Blowin’ in the wind”. Después, nada, salvo el murmullo de los comentarios, o de las explicaciones. ¿Qué tal? ¿Cómo fue? Supongo que cada uno tendrá su propia versión, y al final sólo esa versión particular perdurará y luchará por vencer al rumor creciente de que tal vez Bob Dylan nunca estuvo en la ciudad y de que lo que nosotros vimos un 29 de febrero fue algo así como la proyección de un viejo sueño.