martes, mayo 28, 2013

El duelo como escritura, la Oración del 9 de febrero, de Alfonso Reyes

Alfonso Reyes comenzó su peculiar y personal Oración marcando, desde el título y las primeras líneas,  una fecha tácita: el día que daba inicio a  su escritura se cumplían diecisiete años de la muerte del padre. La efeméride detonaba la redacción, sin embargo la gestación venía de mucho antes: desde el sonido de la metralla que terminó con la vida del general Bernardo Reyes el domingo nueve de febrero de 1913. La violenta muerte del general, ocurrida a las puertas del Palacio Nacional, desencadenó la llamada “Decena trágica”: esos  diez días que marcaron el fin de la presidencia de Francisco Madero y el inicio de la dictadura de Victoriano Huerta. Esos son los datos duros, los hechos registrados por la prensa y los historiadores. En una primera lectura, y con los antecedentes que acabo de mencionar, la atención parecería ir hacia atrás, retrocediendo en el tiempo. Pero no es así, o no lo es completamente. La Oración del 9 de febrero  indaga en el universo de la subjetividad,  tantea lo  que hubiera podido pasar,  y cuenta lo que, en cierta medida, no pasó, pero igual pasó tras ese trauma crucial en la vida de Alfonso Reyes y del México moderno.  Tras la muerte del padre, el camino se bifurcó para el hijo, quien decidió tomar el sendero de la vocación literaria y sellar su destino. Eso lo sabemos bien.  Pero al comenzar a escribir su Oración, en Buenos Aires,  esa mañana de febrero, en pleno verano austral,  Reyes recorrió simbólicamente el otro camino, el clausurado. Sería un ejercicio peligroso y lleno de dolor: “Es difícil bajar a la zona más temblorosa de nuestros pudores y respetos.”
 ¿Qué le pasaba a Reyes en ese momento? Era el año  de 1930, el escritor se encontraba, como recién apunté,  en Buenos Aires, cumpliendo con sus últimas  funciones como embajador, antes de dejar el cargo y trasladarse a Río de Janeiro para asumir la representación mexicana en Brasil. En México, no hacía mucho había tomado posesión como presidente Pascual Ortiz Rubio  (por cierto, el mismo día que asumió el cargo fue objeto de un atentado por parte de un seguidor de  José Vasconcelos).  Estamos en plena consolidación  del periodo conocido como  el  Maximato, esto es,  la prolongación del poder presidencial de Plutarco Elías Calles a través de políticos vicarios, como el propio Ortiz Rubio.  Tras dos décadas de procesos revolucionarios, el país no se había estabilizado todavía. La muerte del padre representaba, simbólicamente, un acontecimiento histórico presente, un hecho que la historiografía oficial quería dejar atrás y condenar al olvido.
Por su parte, Reyes precisaba cerrar el duelo y entrar en una fase de aceptación, necesitaba  elaborar narrativamente la pérdida y confrontarla con su propia condición de sujeto. Evocar al padre implicaba también cuestionarse como hijo. ¿En qué medida era él la prolongación del padre? ¿Y en qué medida no lo era?  La  escritura, que es en sí una forma de ordenar el tiempo y de darle sentido al pasado, sería la vía para procesar el duelo. Al igual que Kafka en la estremecedora “Carta al Padre”, Reyes recurría a la escritura para conjurar las distancias, para tratar de abrir nuevos canales de comunicación. Pero sobre todo, ambos, el escritor checo y el escritor regiomontano,  tenían como destinatario final a ellos mismos. Los padres, uno muerto y el otro indiferente ante la vocación del hijo, jamás se darían por enterados.
Alfonso Reyes redactó la Oración entre febrero y agosto de ese año. Partió de la fecha de la muerte y terminó el día del cumpleaños del general.  Recorrió el camino inverso: de la muerte a la vida, del olvido a la memoria.  La oración como género de escritura, como obra de elocuencia y persuasión,  está cercana a la plegaria: busca la conmoción de la audiencia; pero la oración alfonsina no es una alabanza al padre ni tampoco la defensa desaforada de sus acciones, o no completamente: es, sobre todo,  una interpretación de la ausencia, un conjuro contra el dolor. Una lectura que confronta y complementa las diferencias entre el padre y el hijo. Hace tiempo, en un ensayo sobre la amistad literaria entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, trabajé brevemente este aspecto. Entonces me interesaba destacar que, dentro de las amplias funciones que se crean dentro de una amistad de esa naturaleza, Henríquez Ureña jamás cumplió, como afirmaban algunos, el rol simbólico de padre de Alfonso Reyes. No. La figura paterna opera en la escritura alfonsina como oposición y como proyección. Bernardo Reyes es la figura de otro tiempo, o mejor, de otra temporalidad, representa un género literario superado: el romanticismo literario hispanoamericano. El hijo lo describía así: “Él vivía en Monterrey, ciudad de provincia. Yo vivía en México, la capital. Él me llevaba más de cuarenta años, y se había formado en el romanticismo tardío de nuestra América. Él era soldado y gobernante. Yo iba para literato.”
La Oración del 9 de febrero  es un ensayo que cubre, al mismo tiempo y con gran maestría, varios registros: el biográfico, por supuesto, pero también el histórico y el literario. Además de que compone una tópica personal: la geografía de la formación literaria de Alfonso Reyes. En esa cartografía letrada, un espacio concentra toda la carga simbólica: Monterrey. Reyes elaboró una poderosa condensación que terminó por fusionar al padre con el suelo nativo. El legado político y material del general fue leído como un texto escrito sobre la superficie del territorio regiomontano.  Si la historia nacional reciente era dolorosa, tan dolorosa para él que lo obligaría a guardar su Oración durante el resto de sus días sobre la tierra, Monterrey, en contraste, representaba lo “definitivo”, al menos esa era la lectura que el autor de Visión de Anáhuac hacía desde la doble distancia: temporal y espacial.
La dimensión histórica parte del hecho desgarrador, a saber, que el padre no supo leer su propia circunstancia, no se enteró que su tiempo y su género literario ya habían pasado.  Reyes interpretó este acontecimiento como un acto de consecuencia, como un amanera de hacer vida (o muerte) de las palabras: “Entonces entendí que él había vivido las palabras, que había ejercido su poesía con la vida, que era todo él como un poema en movimiento, un poema romántico de que hubiera sido a la vez autor y actor. Nunca vi otro caso de mayor frecuentación, de mayor penetración entre la poesía y la vida.” Con este desplazamiento la Oración ingresa el reino de la dimensión literaria, y con ella logra una justificación de los actos.  La distancia en el plano de los discursos (de cualquiera índole)  y el heterogéneo ámbito de la realidad suele ser en América Latina muy grande, y quien lleva sus lecturas a lo cotidiano  suele ser juzgado como un loco, como un Quijote. Reyes, en su lectura sobre el padre, cambió al político por el personaje, pero no ocultó las acciones del hombre público, sólo las colocó en una perspectiva más amplia, más allá de lo contingente o lo inmediato.
Bernardo Reyes pertenecía, desde esta mirada, a la generación que podríamos llamar como la de los liberales literarios.  La elite ilustrada que, desde la mitad del siglo XIX, proyectó en la escritura la imagen de los modernos estados-nacionales que habrían de consolidar a los nuevos países hispanoamericanos, con la salvedad de que el general Reyes literalmente peleó por esa apuesta  y,  de hecho, la llevó a cabo en ese lugar definitivo para Reyes que era el suelo nativo: “Naturalmente, él se tenía por hombre de acción, porque aquello de sólo dedicarse a soñar se le figuraba una forma abominable del egoísmo.”  El padre no comprendía la distancia entre la ficción y la realidad, entre la historia y la subjetividad (¡todos los actos eran públicos!): “no veía la diferencia entre la imaginación y el acto”, rememoraba el vástago diecisiete años después de la tragedia.  
De manera súbita, la Oración comienza a formular tácitamente una serie de preguntas: ¿qué hubiera pasado si el general Reyes hubiese triunfado en su intentona de golpe militar, si hubiera llegado a la presidencia?  Es probable, y así lo sospechaba Reyes, que el desenlace no hubiera sido muy distinto del acontecimiento real, porque, como bien había apuntado, su tiempo histórico ya había pasado. Pero esa no es la pregunta principal, con el poder de la evocación y de la recreación literaria, Reyes iba más atrás en el tiempo y exploraba otro universo de posibilidades. ¿Qué hubiera sucedido si Bernardo Reyes hubiese llegado a la presidencia en el momento justo, en el cénit de su carrera política? Otro sería el destino del país, sugería  el hijo escritor y presentaba  como argumento irrefutable el legado concreto: el suelo nativo.  Ahí estaban la vitalidad y el crecimiento de Monterrey, el desarrollo de todo el estado de Nuevo León.  La fuerza vigorosa de la ciudad natal  era la proyección a escala de lo que hubiera sucedido si los hados de la Historia se hubiesen comportado de manera diferente. Esos territorios de la especulación, donde los verbos se conjugan en subjuntivo, pertenecen al terreno de la dimensión literaria, y el ensayista lo sabía muy bien. La pérdida física del progenitor es irreparable; la construcción discursiva de la figura paterna es posible. Al recrear al padre Reyes se completaba a sí mismo como sujeto: “Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio”, confiesa al hablar de los procesos particulares de su duelo. A través de la imaginación creadora, el padre se convirtió en interlocutor del hijo: “Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo. Poco a poco, tímidamente, lo enseñé a aceptar mis objeciones…” Compenetración a través de la evocación. Parte de esto proceso tenía que ver con el espacio que representaba el padre. Monterrey se convirtió en la zona segura dentro de una era incierta. Una cápsula fuera del mapa y del calendario.
Porque él, el vástago, estaba en el devenir del tiempo. Él se quedó y tuvo que hacer de la desgracia el parto crucial de su definición como individuo. Apenas abatido el general surgió la disyuntiva: ¿qué hacer? ¿Ser la proyección del padre o ser él mismo? La decisión, como sabemos, fue radical: “Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencia a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego.” De manera literal, se arrancó de sí la sed de venganza y ambición.
Irse, dejar atrás el presente incierto y el país ensangrentado: ambos quedarían para él clausurados por mucho tiempo. Alfonso Reyes se exilió, se marchó físicamente de México; pero regresó, de manera literaria, a la casa familiar en Monterrey. Desde los días de estudiante en la ciudad de México, había comenzado la elaboración de esta simbólica zona de resguardo. En los momentos difíciles, de cualquiera índole, se decía: “Consuélate. Acuérdate que, después de todo, allá en Monterrey, te queda algo sólido y definitivo: Tu casa, tu familia, tu padre.” Y, como él mismo confesó más adelante, no eran, en sí, ni el espacio real  ni la persona física del padre quienes provocaban su calma, sino la elaboración imaginaria que hacía de ambos. El dolor ante la pérdida tenía más que ver, en sus palabras, con el cruel designio de la fortuna histórica. “No lloro por la falta de su compañía terrestre, porque yo me la he sustituido con un sortilegio o si preferís, con un milagro. Lloro por la injusticia con que se anuló a sí propia aquella noble vida; sufro porque presiento, al considerar la historia de mi padre, una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo…”
Para contrarrestar ese tenebroso decreto del destino, Reyes elaboró su oración y recurrió por igual a los vastos campos de la historia como a los inciertos terrenos de la literatura. Y el punto de cruce entre estos dos espacios fue la biografía, la vida, narrada por el hijo-biógrafo, del padre. Un relato que iba de lo biológico a lo político, de lo corporal a lo ideológico. A través del recuerdo del cuerpo , de las heridas que sufrió a lo largo de su carrera militar, de las sucesivas firmas que tuvo que elaborar, a través, digo, de todos estos elementos, en apariencia nimios, el hijo regresaba, volvía a ingresar, como solía hacerlo en las vacaciones escolares, en el ámbito de la biblioteca paterna. Sus ojos se asombraban ahora (era la mirada de un adulto, de alguien que ahora podría ser contemporáneo del padre) de los títulos y las lecturas que éstos suguerían: Espronceda, Heredia, Othón (de quien era amigo), la Historia de la humanidad, de Cesare Cantú, y ¡los Cantos de vida y esperanza! Darío: el general leía a Darío: un autor consagrado por su propia generación y el modelo más emblemático de la modernidad literaria hispanoamericana. Entrar  a la biblioteca significaba dejar afuera, por un instante, la contingencia histórica. Alfonso Reyes no deseaba  caer en la simple apología y resaltar la labor material del otrora gobernador del estado de Nuevo León, aunque de paso señalaba que eso “Todos lo saben, y los que lo niegan saben que se engañan.”
No deseaba tampoco hablar de lo evidente: que la historia oficial, a través de los malos oficios de la politiquería,  se había empeñado en silenciar este capítulo de la vida moderna mexicana, aunque toda la Oración se dirige en ese camino. Pero por ahora eso no era lo importante. No. Para él, la casa y la biblioteca, con sus inquilinos, pertenecían ya a otro universo. Y es ese personaje entrañable, el que se ha formado en la lectura de los clásicos hispanoamericanos del siglo XIX y en los libros consagrados de la historia universal, el que vemos caer de nueva cuenta,  esta vez gracias a la pluma del hijo, víctima de un destino caprichoso y no desprovisto de tintes de tragedia clásica.  La narración de la rendición del general en Linares y la descripción de los últimos momentos de su vida son un magno esfuerzo por corregir y humanizar la historia oficial del México moderno. El viacrucis de un político de otro tiempo.
Reyes finalizó la Oración evocando una elocuente imagen tomada de los Cuadros de viaje, de Henrich Heine: la espiga solitaria que ha escapado a la acción aniquiladora del segador.  El cuerpo fue segado por la desquiciante circunstancia política, pero la imagen perdurará a través de la escritura del vástago. El punto final conmemora la fecha de nacimiento: y el texto es también una forma de parto.  Podríamos, de hecho,  verlo así: la Oración del 9 de febrero como una corrección a la historia oficial, el capítulo que faltaba a la gestación del México actual; y también mirarla de este otro modo: la Oración como un texto heterodoxo de la narrativa sobre la Revolución Mexicana. En las dos lecturas el proceso es similar: contrarrestar con el factor trascendental de lo local, de lo personal, el peso y el artificio de la nacional u oficial. Es un escrito de naturaleza herética que contradice la verticalidad de la cultura oficial mexicana, y a su manera afirma que no hay una sola manera de ser mexicano, o de ser escritor. Confirma igualmente que la memoria debe formar parte de la historia, y que la ficción es parte de la biografía y de la  autobiografía.
La Oración del 9 de febrero es, junto con la “Respuesta a sor Filotea de la Cruz”, de Sor Juana Inés de la Cruz y las Memorias, de fray Servando Teresa de Mier, una obra de índole única en la literatura mexicana: un sol negro con su propia órbita. Su genealogía proviene Jorge Manrique (tal vez más allá, desde el Cid), pero también parte de Kafka y se proyecta en Jaime Sabines, y en Philip Roth.  Es una tradición marcada por el anhelo que alguna vez expresó Elías Canetti: escribir para vencer a la muerte, es también una batalla pérdida. Por eso se lleva a cabo con todos los sentidos.

La escritura ha hecho las veces de duelo.  Aceptar la muerte del padre, ha implicado para él aceptar su propia mortalidad.  Reyes comenzó su Oración del 9 de febrero implorando el significado trascendental de un fecha y la terminó recitando mentalmente  esta frase de Heine para sobreponerse al irremediable arribo de la partida definitiva: “Pero al fin llegará el día, y se extinguirá el fuego en mis venas, el invierno habitará en mi pecho, sus blancos copos revolotearan acá y allá en torno a mi cabellera, y sus nieblas velarán mis ojos. Descansarán mis amigos en sus tumbas, ya cubiertas de verdura; yo solo sobreviviré como espiga solitaria olvidada por el segador…”