Octavio Paz, la poética como política y la política como poética
Han pasado ya varios años desde la muerte de
Octavio Paz (1914-1998). Su presencia física se ha disipado entre esa nube de
polvo que es la literatura mexicana actual. A cien años de su nacimiento,
quedan devotos, herederos autoproclamados y enemigos. Pero, entre la apología
desaforada y el denuesto automático, ¿cuánto espacio queda para la reflexión?
Ese objeto cuidadosamente elaborado por él, esa imagen mítica (histórica e histérica) que definía como
México (otorgándole una esencia peculiar), hace mucho que dejó de existir. Los
mitos resultaron inciertos y el peso de la historia cayó sin miramientos. El
mundo literario en el cual reinó tampoco pervive: permanecen algunas
resonancias, inercias y ciertas conductas afectadas. Hoy, Octavio Paz es sólo
su obra y ese es un gran beneficio.
Paz
asumió la mayoría de edad en el ambiente todavía infantilizado de letras
mexicanas, fue un gesto desafiante y riesgoso. Apostó y ganó. Gran lector de su
tiempo, supo mirar el bosque y las hojas. Entendió el devenir de las letras
mexicanas (e hispanoamericanas) y el
momento peculiar que experimentaba la literatura occidental. Supo establecer las
debidas correspondencias entre esos dos procesos. Esclareció las dinámicas de
las vanguardias y rescató lo rescatable de cada una de ellas: tal vez lo
principal fue la actitud ante la tradición: el gesto de ruptura, que le venía
de maravilla a un escritor latinoamericano que intentaba ingresar en el canon
sin pedirle permiso a nadie.
El
comienzo de su formación como escritor, en la década de los años treinta, se
dio bajo la estela de las reformas culturales emanadas de la Revolución
Mexicana. Fue “discípulo” de los “Contemporáneos”: el “grupo sin grupo” que
buscó con ansias, a finales de los años veinte y principios de los treinta, la modernización de la literatura mexicana, y
que, a través de las conductas públicas y estéticas de varios de sus miembros,
como Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, representó una forma de heterodoxia
ética ante las imposiciones del poder a
los intelectuales. Y lector agudo de Alfonso Reyes y su larga reflexión sobre
el fenómeno poético. Paz supo interpretar muy bien las contradicciones de los
anhelos de modernidad en el México postrevolucionario. En contraparte, Occidente
se desgastaba en la segunda guerra mundial, y los totalitarismos mostraban sus
garras. Ante tal panorama, no quedaba sino la inmersión en el universo de la
escritura, y desde ahí tratar de confeccionar una nueva ética: “En México los
que teníamos veinticinco años en 1940 oponíamos mentalmente las figuras de
nuestros poetas a la de los tiranos…”
Dentro
del ámbito occidental, es el surrealismo el movimiento que deja mayor huella en
el joven Octavio. A diferencia de otras vanguardias, que se basaban en una
“ortodoxia creativa”, es decir en un reglamento previo, generalmente expuesto
en los manifiestos, el surrealismo
partía de un principio sencillo y radical: la principal fuente para la
escritura radica en el propio inconsciente. Esta aseveración se vuelve
revolucionaria para Paz, pues le permite sacarse de encima el peso (de las
angustias) de las influencias. El yo es
el material básico, el resto es accesorio.
Las
primeras obras de Octavio Paz, las que van de Luna silvestre (1933) hasta el libro recopilatorio A la orilla del mundo (1942), con todo y
sus inclinaciones por lo social, crecen bajo la sombra de las grandes poéticas
del posmodernismo lírico hispanoamericano: Neruda, Vallejo, López Velarde.
Ellos fueron los puentes entre el dominio del lenguaje propio y el diálogo con
otras voces. La concreción de su voz poética llega con Libertad bajo palabra (1949), con este libro Paz no sólo se
consolida como poeta, sino como un crítico de su propio oficio. Para él, el
poeta deja de ser el vate, la figura pública y excéntrica que se consagrara en el modernismo, y se
convierte en un transeúnte de la modernidad, o mejor dicho: de las
modernidades, pues experimenta en su propia vida las contradicciones de su
tiempo, y a partir de ahí, sólo puede explicar
la realidad a través de una
visión oximorónica que fusiona los opuestos. La poesía moderna, en la lectura
de Paz, posee dos gestos que la definen y, en buena medida, la determinan: la
analogía y la ironía. Busca la asimilación con el mundo, con la realidad, y, al
mismo tiempo, se percata de la imposibilidad (e inutilidad) de esa búsqueda. De
nueva cuenta aparece el oxímoron: la figura retórica predilecta de Paz.
Buena
parte del resto de su obra poética
confirma este sendero con bifurcaciones infinitas, principalmente en títulos
como Salamandra
(1962), Ladera este (1969) y
Pasado en claro (1975). A la bellaza
de las imágenes que evoca, la poesía de Paz
opone, con una gran fuerza lírica,
una creciente sensación de soledad existencial, de angustia ante el peso
del tiempo y nuestra imposibilidad de escapar de él, incluso en las creaciones donde el erotismo
ocupa el centro, como Blanco (1966),
esa flama doble termina por consumirse a sí misma: la pasión se inflama y se
alimenta con la ausencia del objeto amoroso.
La
tradición de la ruptura (otro oxímoron) funda la estirpe de su escritura no
sólo como poeta, sino principalmente como ensayista y como teórico de la
literatura. A través de esa lectura, Paz se enfrenta a las contradicciones de
la historia mexicana (y de la latinoamericana). El “matrimonio” difícil, casi
imposible, entre mito e historia (la “divina pareja”) le permite la inmersión
en el amplio campo de la interpretación ensayística. En El laberinto
de la soledad (1950) y Posdata (1969) revisa el legado de las
obsesiones (ese repertorio de máscaras) del mexicano, y replantea con ello el
cuestionamiento por la identidad nacional, un tema, por cierto, nada ajeno al
ensayismo hispanoamericano y a las reflexiones de Bolívar, Sarmiento, Martí y
Rodó, entre muchos otros. Aunque Paz no desea caer en la inercia de instalar un
rasgo esencial y trata de cambiar el enfoque, el resultado final es una reinvención
de lo mexicano, una nueva apuesta por la modernización, a pesar del regodeo en los rasgos distintivos
y “bárbaros” (no occidentales) de los mexicanos.
Algo
parecido sucede con su concepción de lo literario. Paz parte de la confesión y
el testimonio para elaborar su teoría de la literatura, la cual es,
básicamente, esencialista: reinstala lo literario, sin definirlo, en el centro
de su reflexión y de su conducta pública. Su visón de la literatura, le permite
crear un código de conducta ante la inestabilidad de la realidad (política y
social) del tiempo que le tocó vivir. Desde sus ensayos iniciales: El arco y la lira (1956) y Las peras del olmo (1957), hasta sus
trabajos más tardíos, como Los hijos del
limo (1974) y El ogro filantrópico (1979), Octavio Paz
lleva el universo autorreferencial de la literatura al mundo exterior: la
realidad se deletrea, solía decir. Su
teoría parte de una sensación sustentada en dos conceptos que podríamos
denominar como el placer textual y la pasión crítica. Como buen transeúnte de
la modernidad, sabe que las contradicciones son también una forma de crear
sentido a lo que no lo tiene. Al rememorar la elaboración de la antología
poética Laurel, hecha por él en
1943, Paz explica su poética, que
también será su política: “En época de tribulaciones, la poesía se presenta al
espíritu como un desagravio. La realidad del poema, evanescente y sin
consistencia física, nos parece una refutación de la realidad incoherente que
vivimos, hecha de palabras rotas y pensamientos dispersos; saber que
pertenecemos por la lengua a un mundo más vasto, rico y hondo que el cotidiano,
nos ayuda a soportar con un poco de
entereza los descalabros.”
Poética
como política: el traslado de la realidad al universo de los signos y a la
concreción del poema; este gesto, en apariencia idealista, es sumamente ideológico.
A la arenga, Paz contrapone la persuasión; a la acción, el acto creativo. Para
la concreción de esta peculiar ideología es necesario ver el trayecto político
de Paz, que al igual que su obra literaria partió de la filiación, o del intento
de filiación a diversos grupos socialistas hacia la “soledad” del espacio
propio (no desprovisto de seguidores, por cierto). Su temprana militancia en la izquierda, que lo
llevó a participar si no activa, al menos sí discursivamente contra el fascismo,
primero en la Guerra Civil Española, luego en la segunda guerra mundial, fue
pronto abandonada ante la polararización de intereses de sus mismos partidarios.
Mucho se ha hablado de sus virajes políticos, desde su breve y ya referido paso
por el comunismo hasta su progresiva inclinación hacia la derecha. Lo cierto es que Octavio Paz siempre buscó,
independientemente de las ideologías, el centro: el lugar más visible del campo
literario. Su lucha era por el poder de
la representación. Los años que pasó fuera de México, en el Servicio Exterior,
lo alejaron de las disputas y forcejeos
que se daban al interior de la vida literaria y cultural mexicana. En
cuanto volvió definitivamente al país en 1969, concentró sus fuerzas en
recuperar ese lugar protagónico en la opinión pública. La fundación de las
revistas Plural (1971) y Vuelta (1976) no tuvieron otro fin que ése.
Cuando la figura del intelectual
comienza a perder terreno en el campo de la política, Paz se construye una
presencia mediática para equilibrar las fuerzas. Y si en un momento atacó al
poder, en otro lo respaldará, tratando
con ello de consolidar una agenda particular y relativamente independiente a
los agentes políticos, no siempre lo logró: su defensa al príismo neoliberal,
por ejemplo, fue muy cuestionable.
Y
política como poética: su pasión por el poder de la representación, lo llevó a
luchar incansablemente por el control de la circulación de valores y juicios en
el campo literario mexicano. Paz tomó el cetro y pocos se atrevieron a disputárselo:
la escena, en Los detectives salvajes,
de Roberto Bolaño, donde los poetas real visceralistas intentan secuestrarlo,
resulta sumamente ilustrativa de esta detentación del poder. Muchas de las
características en cuanto al habitus,
es decir, en cuanto a las conductas
públicas, que presenta la literatura mexicana actual tienen sus raíces en la
política literaria de Octavio Paz. En una carta al poeta Tomás Segovia, fechada
en Nueva Delhi el 29 de mayo de 1967, el autor de El laberinto de la soledad se
quejaba de los dimes y diretes del mundillo literario de su patria y de las
concentraciones del poder simbólico en unos pocos: “La actitud de ahora es una
consecuencia fatal de la actitud de ayer: cuando tenían en su poder los órganos
de publicidad, también incurrieron en la política de pandilla –algo muy
distinto a la acción de un grupo unido por ideas, gustos e intereses
intelectuales y estéticos semejantes. Así, todo es lucha de intereses y de personas…” En los otros, la ambición era
una simple querella política, en él: una aspiración intelectual. Su
intransigencia ante la disidencia estética e ideológica fue siempre total.
Hoy,
estos escarceos y obsesiones nos parecen muy lejanos. Tal ve porque el poeta y
el intelectual son figuras que ahora pertenecen a la excentricidad; tal vez
porque el mundo de las letras es en este momento mucho más pequeño de lo que
fue ayer. Paz ha dejado de ser el “padrino” que controlaba la “mafia literaria”
en México, y es ahora un autor con una obra monumental en espera de infinidad
de lecturas y de múltiples interpretaciones. Mucho mejor así, creo yo.
Publicado en el suplemento cultural chileno La Panera (núm. 47)
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