El banquete de la barbarie. A propósito de los 80 años del Fondo de Cultura Económica
Voy
a comenzar dando un salto en la efeméride para aterrizar en lo que considero lo
más destacado del acontecimiento que celebramos; es decir, quiero dejar de lado
momentáneamente los datos duros, esos que nos dicen que el Fondo de Cultura Económica nació como
un fideicomiso representado por diversas instituciones públicas mexicanas, como
el Banco Nacional Urbano, la Secretaría de Hacienda, el Banco de Crédito
Agrícola, y otras del mismo tenor, el 3 de septiembre de 1934. De los
documentos oficiales, sólo voy a apuntar que
en el estatuto III del contrato se especificaba que el fin de dicho
fideicomiso consistía en “publicar obras
de economistas mexicanos y extranjeros y celebrar arreglos con editores y
libreros para adquirir de ellos y vender obras sobre problemas económicos cuya
difusión se considere útil.” El último
dato que mencionaré al vuelo trata sobre su primera Junta de Gobierno, la cual quedó compuesta
por Manuel Gómez Morín, Gonzalo Robles, Adolfo Prieto, Daniel Cosío Villegas,
Eduardo Villaseñor y Emidgio Martínez Adame. Tales son los registros oficiales.
Ahora bien, una lectura más amplia nos
llevaría a entender que la creación del Fondo de Cultura Económica fue, a pesar
de las intervenciones oficiales y el sesgo político, un desafío al orbe
editorial hispánico. Diría más: representó
la desestabilización de la
jerarquía libresca española. A pesar de lo que pudiera creerse, no fue tampoco
un acto fortuito o meramente coyuntural, sino la culminación de un largo
proyecto que venía gestándose desde la primera década del siglo XX. En sus Memorias,
publicadas en 1976, Daniel Cosío
Villegas, fundador, como recién observamos, y primer presidente del FCE, confesó que el
título de la editorial nació de manera fortuita: “Entonces, yo mismo cometí una
serie de disparates traduciendo mal del inglés el nombre mismo de nuestra
empresa, que se llamó Fondo de Cultura Económica, porque en inglés se hubiera
llamado correctamente Trust Fund for
Economic Learning…”
El anhelo de poseer una editorial
enfocada en libros especializados era antiguo: lo encontramos en los
“diagnósticos pesimistas” que, en la
víspera del estallido de la Revolución, detonaron los proyectos y reformas culturales y educativas del Ateneo de la
Juventud, la primera asociación cultural moderna en México. Detrás de sus conferencias sobre temas
griegos, de sus reflexiones sobre literatura moderna, de su rechazo a la
instrucción positivista y de sus lecciones sobre crítica filosófica, yacía la
queja fundamental: la pobre circulación de ideas y teorías impresas. Cuatro de sus miembros serían agentes
capitales de las reformas educativas en el México postrevolucionario y tendrían
que ver directa o indirectamente con el FCE: José Vasconcelos, Alfonso Reyes,
Pedro Henríquez Ureña y Antonio Caso.
En su Historia de la casa. Fondo de Cultura Económica (1934-1996), Víctor
Díaz Arciniega señala como el inicio de la “utopía editorialista” el Congreso
Internacional de Estudiantes que se realizó
en México en 1921, cuando José Vasconcelos era el rector de la Universidad (muy pronto sería el
secretario de Educación Pública del gobierno de Álvaro Obregón). La Revolución,
en su etapa más violenta, había
terminado y comenzaba ahora el período de “reconstrucción nacional”. El
Congreso fue organizado por la Federación de Estudiantes de México, cuyo
presidente era Cosío Villegas (contaba entonces 23 años de edad) y el
secretario su compinche, Eduardo Villaseñor. En la lista de los asistentes
destaca el joven argentino Arnaldo Orfila Reynal, quien llegaría a ser el
segundo presidente del FCE. Concuerdo con Díaz Arciniega cuando menciona que el
Congreso formó parte del gran renacimiento cultural y educativo que impulsó
Vasconcelos, y cuyo fin consistía en crear y al mismo tiempo fortalecer la idea
de una identidad nacional y latinoamericana, sustentada en el sueño de unión
continental de Bolívar y en las propuestas ensayísticas sobre la condición
especial de la región elaboradas, desde
distintas perspectivas, por José Martí y
José Enrique Rodó.
Tanto Cosío Villegas como Villaseñor
pertenecieron a la primera generación de intelectuales surgidos de la
renovación educativa recién mencionada. Los dos fueron alumnos del filósofo
Antonio Caso (quien los puso en contacto con las propuestas intelectuales del
Ateneo de la Juventud) y colaboradores cercanos de Vasconcelos. Cosío, por
ejemplo, realizó la traducción de Las Eneadas de Plotino para la colección
de clásicos universales que, en grandes
tirajes populares, el secretario de educación repartió por todo el país como
parte de su campaña alfabetizadora. Ambos leyeron con devoción El tema de nuestro tiempo (1923), de
José Ortega y Gasset, donde se postula la idea de generación como aspiración
vital y forma de distinción. Y, finalmente, este dúo estudiantil presenció y
tomó apuntes de las lecciones de largo y vasto aliento continental de Pedro
Henríquez Ureña, quien había vuelto a México en 1921 para unirse al proyecto
educativo vasconcelista.
En su famoso ensayo de 1925, “La
utopía de América”, Henríquez Ureña describe al que debería ser el nuevo hombre
latinoamericano: un especialista en el mundo, pero también y principalmente: un
experto en su propia realidad. Para
realizar tal faena, era necesario contar con publicaciones especializadas al
alcance de todos, se precisaba poner en circulación, lo dijo más de una vez el
intelectual dominicano, un canon propio, esto es, un repertorio de obras y autores fundamentales
para América Latina. Esas demandas fueron escuchadas y en un futuro cercano
respondidas con varias de las colecciones editoriales del FCE.
Conforme avanza la década, las
necesidades materiales para completar las reformas modernizadoras se hacían más
claras. Se precisaba la especialización y la profesionalización de los estudios
humanísticos, incluidos los económicos. Esas urgencias contrastaban con las
ambiciones de poder. Para 1929, la división entre las preocupaciones
intelectuales y las políticas se hacía más evidente: las primeras buscaban
consolidar las instituciones; las segundas: garantizar el poder a un solo
grupo. Ese año, la Universidad Nacional de México logra su autonomía; pero
también José Vasconcelos pierde, tras un fraude evidente,
las elecciones presidenciales.
En 1933, Cosío Villegas y
Villaseñor, se reencuentran en México luego de pasar varias temporadas en el
extranjero realizando estudios de especialización. Juntos fundan la revista El trimestre económico (antecedente
directo del FCE). Un año después, la UNAM, con Gómez Morín como rector, crea la Escuela Nacional de Economía. Todas
las piezas estaban listas para la creación de la editorial. En un primer
momento, Cosío Villegas, en un viaje a España, intentó establecer una alianza
con la editorial Espasa Calpe con la intención de traducir y publicar obras
relacionadas con temas de actualidad económica; pero Ortega y Gasset, consejero
de la editorial, la rechazó rotundamente. Vuelvo a las Memorias de Cosío Villegas: “Ortega y Gasset pidió la palabra para
oponerse, alegando como única razón que
el día en que los latinoamericanos tuvieran
que ver algo en la actividad
editorial de España, la cultura de España y la de todos los países de
habla española ‘se volvería una cena de negros’.”
Así, sin el tutelaje ni la
“bendición” de las editoriales peninsulares, en un acto de “barbarie” y
desafío, nació el Fondo de Cultura
Económica en un momento de efervescencia mundial y en un cambio de estafetas en
el orden de la producción y distribución de conocimientos, que demandaría una
mayor participación de América Latina, como bien lo apuntó en su momento
Alfonso Reyes. Desde entonces (y en
crecimiento constante a lo largo de todo el continente), el FCE ha tenido que sortear los virajes políticos
de cada sexenio, las tentaciones de la institucionalización, el peligro de caer
en la burocracia, todo ello en un lucha permanente por mantener las
preocupaciones intelectuales y culturales a la par de la coyuntura histórica y
política. Hasta ahora ha salido avante…
Publicado en el suplemento La Panera, núm. 49
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